Al margen de cualquier otra consideración, solo leer la narrativa de la sentencia definitiva del TSJ que condena a Nicolás Maduro por la perpetración de los delitos de corrupción propia y legitimación de capitales, causa repugnancia e indignación. Si a lo que allí se indica se le agregara el delito de traición a la patria por la entrega a los cubanos y el deliberado desmontaje institucional del Poder Público, llevado a cabo sistemáticamente para beneficio propio y de sus acólitos civiles y militares, no habría pena suficientemente ejemplarizante para su castigo.

Pareciera que los dictadores sufren de los mismos males independientemente de su procedencia. En el caso de Maduro ha sido característica su forma de torcer voluntades y arrebatar derechos. Tal es la magnitud de ello cuando desconoció a la institución legislativa surgida del legítimo voto popular y se hizo de su propio órgano deliberante. Además, se hizo del Poder Ciudadano, así como del Poder Judicial y del Poder Electoral. Cabe preguntarse, ¿qué más puede decirse sobre el desmontaje de la democracia y sus instituciones? ¿Es dictador o no lo es? Una abrumadora mayoría de venezolanos, muchos países y organismos internacionales lo consideran dictador.

Esto es determinante para precisar algunos aspectos que tienen que ver con la legitimidad de Maduro en el poder. Aun cuando fue cuestionada, su elección para el período 2013-2019 tuvo un origen legítimo. Sin embargo, no es a esa legitimación de origen a la que nos referiremos. Como hemos mencionado anteriormente, Maduro ha incurrido en hechos graves que lo han deslegitimado en el ejercicio del cargo. Cuando convocó y realizó unas elecciones presidenciales fraudulentas ya estaba deslegitimado en su desempeño, por lo que incurrió en ese entonces, por añadidura, en una deslegitimación de origen para el mandato del 2019-2025. En pocas palabras, Maduro está deslegitimado en el desempeño del cargo en el actual período y deslegitimado de origen para el mandato que comienza el próximo 10 de enero.

Pareciera que hay quienes intencionadamente solo quieren “correr la arruga” en este particular. Joseph Borrell, el canciller español, es uno de ellos. Es absurdo que manifieste que España reconocerá a Maduro hasta ese 10 de enero. De forma tal que les resbala que aquí tengamos a un “presidente” deslegitimado, tanto en el origen como en el ejercicio.  Si fue tramposa su elección durante su ejercicio, entonces no se puede reconocer en este momento como mandatario legítimo.

Ganar tiempo es un recurso propio de negociadores. En efecto, reaparece el incalumniable Rodríguez Zapatero planteando nuevamente un diálogo, como si hubiese sido poco lo que hasta ahora ha representado ese mecanismo. Y esto obedece a una estrategia trazada para cubrir los intereses que están en juego. Es entrañable la vinculación de Borrell con Zapatero. Es miembro del PSOE, vive en pareja con Cristina Norbona, presidente de ese partido y ex ministra del gobierno Zapatero, esto nos da luces al respecto. Pero también encaja en esa estrategia la simultaneidad en la propuesta de diálogo por parte de algunos dirigentes sedicentes opositores que plantean ahora, como variable, un increíble diálogo “a la venezolana sin injerencias”, cuando Zapatero, negociador de diálogos y algo más, representa todo lo contrario.

Venezuela no puede perder más tiempo; solo pocos pasos nos separan de la tierra arrasada con la que nos amenazan. El reparto de bienes ajenos, cual botín de tropa con su carga de convulsión y compulsión, sería el acto extremo en el que se ampararían para no entregar el poder. El país enardecido debe salirle al paso a tanta inconsecuencia.


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