I can smell the sin on your breath” (Flannery O’Connor)

Mónica López dejó claro que nadie tiene derecho de opinar sobre el físico de otra persona por el hecho de ser conocida 

No hay quién entienda a las mujeres. A algunas, claro. Si un hombre les sonríe o se comporta como un caballero, las probabilidades de obtener una respuesta agradable de la destinataria de esas atenciones suelen ser escasas. Digamos que la actitud de las mujeres no es inmutable con el paso del tiempo. La actitud de los hombres también ha cambiado. Solo algunos, por supuesto.

Entre nosotros, los hombres, los hay que siguen su instinto animal, que no se cuestionan a sí mismos ni su relación con los otros (aquí me refiero a hombres y mujeres) porque carecen de la necesaria sensibilidad para hacerlo. Esta categoría de varones permanece en el mismo sitio en el que se encontraba hace un año, hace cinco años, hace diez años; es decir, estos individuos se comportan del modo esperado y más simple del mundo y no tienen ni idea de qué significa la empatía. En el extremo opuesto, existe otra clase de hombres: los inseguros, pensativos e impredecibles que se preguntan continuamente qué está bien y qué está mal. Supuestamente, entre ambos extremos cohabitan los hombres para quienes no cabe la grosería ni el acoso con otros que insultan y maltratan a personas de uno y otro sexo.

El asunto de hoy se refiere a las mujeres. Ellas se molestan cuando un hombre las piropea en la calle. Las mujeres se molestan igualmente cuando un compañero no se fija en los pequeños detalles como una blusa nueva, un corte de pelo distinto, un perfume. Admitamos que no sea así. Todo es posible cuando se trata del género femenino. La mujer es siempre un enigma. Pocas cosas sabemos de ellas. Sabemos, por ejemplo, que no les gusta que se las juzgue solo por su apariencia, aunque se arreglen para estar guapas. Claro que a todos nos gusta tener buen aspecto; a los hombres también. Mentiría el hombre que negase la tendencia innata a evaluar el atractivo de las mujeres.

Hay constancia de que ellas examinan a los hombres y les ponen nota. Creemos que a la hora de calificar, las mujeres son más exigentes que nosotros. Pero no nos desviemos del tema: las féminas se examinan entre ellas. Y de aquí surge esta columna de hoy lunes. Una mujer enviaba hace unos días una carta tradicional –de papel, sello y sobre– a una persona conocida de TVE (Televisión Española) de género femenino. Mónica López leía extrañada. En esa misiva, la remitente expresaba su opinión subjetiva sobre una profesional expuesta por su ocupación pública consistente en informar de la meteorología de lunes a viernes en el primer canal de televisión. El contenido de la carta se centraba principalmente en valorar el aspecto físico de la metereóloga más que en su oficio. La intención de la autora, claramente ofensiva, pretendía descalificar tanto profesionalmente como personalmente a la célebre informadora. (“Mónica López, mujer del tiempo en TVE, estalla tras los insultos de una espectadora”. Libertaddigital.com; 19.04.2019). Uno se pregunta ¿por qué? ¿de dónde sale este odio? No hay quién entienda a las mujeres.

La mujer del tiempo tampoco entendió a ésta e hizo lo que uno debería hacer cuando suceden estas cosas. No miró para otro lado. No rompió la carta. La leyó más veces y publicó el texto en abierto. Dejó claro que nadie tiene derecho de opinar sobre el físico de otra persona por el hecho de ser conocida y menos aún a juzgarla. Se preguntó qué habría ocurrido si se hubiera tratado de un hombre. La mujer del tiempo prefirió pasar el mal trago de compartir el cuerpo de la carta que podría avergonzarle para concienciar a la gente de una situación desigual e innecesaria. La gente educada sabe cuándo es acertado callarse si cree que un comentario puede incomodar.

Finalmente, Mónica López decidió borrar la carta de las redes sociales para evitar a la autora (que firmaba con nombre y apellidos) pasar la vergüenza de ser criticada por una sociedad decente.


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