El título de arriba corresponde al de una carta pastoral que el cardenal Jaime Ortega, arzobispo emérito de La Habana, escribió en el año 2003 al pueblo cubano en ocasión de los 150 años de la muerte de Félix Varela, uno de los forjadores de esa nación caribeña. Pocos meses después, el entonces nuncio apostólico en Venezuela, monseñor André Dupuy, proponía a los venezolanos cambiar la palabra “Cuba” por “Venezuela” y leer ese texto desde la realidad de nuestro país, ya en las garras de un modelo para muchos en ese momento seductor pero generador de división, odio y violencia.

Dupuy alertaba desde entonces a no descuidar dos de las virtudes sin las cuales la construcción de patria no era posible. No se refería, por supuesto, a la patria como el fetiche acomodaticio preferido por los tiranos para ocultar su explotación, sino al vínculo afectivo, histórico y cultural que une a las personas entre sí y con una tierra a la que aman y con la cual se identifican. Estas dos virtudes eran la esperanza y el buen juicio. Sobre la primera, nos pedía a los venezolanos tener la “valentía de esperar”, que no es otra cosa, lejos de una actitud de resignación o de aguardar soluciones mágicas, que asumir como causa de vida que las cosas injustas pueden y deben cambiar. Y sobre la última, advertía que la “pérdida del buen juicio” –no saber diferenciar la verdad de la mentira, lo justo de lo injusto, y vivir en un mundo de ilusiones y engaños– “es la peor de las calamidades que pueden acechar tanto a las personas como a una sociedad”.

Desde las palabras de Dupuy, nuestro país no ha hecho otra cosa que involucionar y tribalizarse. El ambiente externo de depauperación constante de las condiciones de vida ha terminado generando un ambiente psicológico generalizado de desazón, angustia e incertidumbre, que fácilmente pueden conducir a la resignación y a la entrega. Es en estos momentos, justamente para atajar ese peligro, que el llamado a actuar desde la esperanza y el buen juicio cobra crucial importancia. Y esa es la necesaria actitud política que las difíciles circunstancias exigen de los venezolanos de hoy. La misma actitud política que Gandhi predicaba como indispensable cuando la lucha por la liberación de su país en ocasiones era amenazada por la desesperanza: “Voy a seguir creyendo, aun cuando la gente pierda la esperanza. Voy a seguir construyendo, aun cuando otros destruyan. Y seguiré sembrando, aunque otros pisen. Y seguiré gritando, aun cuando otros callen. Invitaré a caminar al que decidió quedarse, y levantaré los brazos a los que se han rendido”.

El año 1957, penúltimo de la penúltima dictadura, el signo de la cotidianidad era el miedo. El régimen había convertido el terror y al chantaje en su herramienta privilegiada de control social, a pesar de que no existía en ese entonces el fascista “carnet de la patria”, y la sede de la Seguridad Nacional no quedaba como hoy en el Helicoide o en “la tumba”. Decenas de líderes políticos, sindicales y estudiantiles habían sido asesinados, mientras otros centenares sobrevivían en el exilio o en las cárceles de la dictadura. La gente temía abrir la boca, ante el temor a ser delatados por no pensar como el régimen. Sin embargo, ese año los liderazgos políticos, religiosos y sociales, a pesar de sus diferencias, constituyeron una unidad de propósitos que hizo imposible materializar los planes continuistas del gobierno. Fue un asunto de actitud y organización. Tal como hoy, el gobierno lucía con la fuerza represiva como para aplastar y acallar el rechazo popular. Pero el país y su dirigencia asumieron retarle. Y entendieron que no era un asunto de sentarse a esperar que las cosas ocurrieran, sino de organizarse y unirse para hacer que pasaran.

No habrá patria sin virtud. La Venezuela a la que la mayoría aspira y merece no llegará nunca si no asumimos, desde las virtudes de la esperanza y el juicio correcto, que solo la unidad, la organización y la presión popular constante y efectiva, imposible sin las dos primeras, constituyen la única estrategia con posibilidad de éxito.


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