El deterioro o desmoronamiento de un país se da cuando las instituciones y las personas que las presiden, son acríticamente dependientes de la voluntad única de un gobernante que supedita los diversos poderes al suyo; y es terrible cuando esa devaluación ética se traduce en el hecho doloroso, como en nuestro caso, de que ningún ciudadano tenga la más mínima confianza en esos personajes y esas instancias. ¿Y qué tenemos aquí? Veamos…

Una de tantas veces en que la joven madre fue conminada por unos agentes de la policía, para diversión de ellos, a hacer determinados gestos y movimientos, ella resumió así el atropello: “Desde pequeños nos enseñan qué es la humillación”. Palabras que quedaron por siempre en mi memoria, y años después me permito agregarles que de adultos y a diario, esa enseñanza nos es reforzada con los hechos. Si llamamos las cosas por su nombre, humillación es la expresión correcta para designar los efectos de las tropelías a que vive sometida la población; se permite humillar a quienes hacen por horas una cola para ver qué consiguen de comer; se humilla a los jubilados y a los ancianos indigentes, condenándolos a largas esperas y a un repetido ir y volver; en las cárceles humillan a las mujeres que van a visitar a sus maridos presos, en las jefaturas a la mujer que vaya a denunciar una violación; y en su indefensión al paciente de hospital.

Un recorrido por la geografía venezolana y una incursión en la vida de su población, distan de ser reveladores de un paraíso infantil. Entre nosotros las estadísticas demuestran, y bastaría con ver las de salud y educación, la enorme distancia que existe entre las declaraciones sobre el significado de la infancia y el comportamiento del Estado venezolano en relación con los niños, y es aún más cruda esa constatación, cuando se pasa de las cifras a la realidad cotidiana con su carga de maltratos. Hay hacinamiento en los hospitales infantiles y son dolorosamente altas las tasas de desnutrición y de mortalidad, dentro de la llamada patología del subdesarrollo; hay hacinamiento de escolares en locales insalubres, y a la larga los niños venezolanos han resultado ideales para hacer exhibiciones de filantropía o dar curso a distintas formas de compasión; criaturas que en general no gozan de derechos que legal y humanamente los asisten, porque no se les reconoce como ciudadanos que viven en presente y que deben tener cubiertas todas sus necesidades básicas, sino pareciendo que se les percibe como simples elementos ilustrativos de discursos sobre el futuro y el papel que están llamados a cumplir.

Es usual el maltrato, y la exaltación no parece reservada al mejor o al más competente, sino al más vivo y manipulador. Se identifica como persona con “espíritu de superación” a la de mayores ingresos, sin importar el origen de las fortunas ni la rapidez de su acumulación. Se percibe el deterioro de una ética colectiva, con un sistema de justicia signado en unos casos por las complicidades, impunidades y excarcelaciones negociadas, y en otros por el encierro y abandono a su suerte de millares de hombres, hacinados y humillados en asquerosos antros penitenciarios.

Con los años han pasado a ser una conocida tradición nuestra, los abusos y atropellos contra la ciudadanía por parte de quienes se supone cumplen funciones de protección de las personas y mantenimiento de la paz social; ello ha conducido a una pérdida de toda confianza, al punto que hoy se teme tanto el acercamiento sigiloso de una moto, por si viene en ella quien nos va a asaltar, como el de una patrulla en la que se desplazan nuestros supuestos protectores, porque la propensión a delinquir de ambos ha terminado por parecerse, y tiene la población la certeza de estar atravesada en el camino de las balas hamponiles y policiales.


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