Para quienes no profesamos simpatía ni admiración por los malogrados dogmas del socialismo, resulta esclarecedor e incluso entretenido contemplar el tragicómico espectáculo que actualmente está ofreciendo la izquierda radical de nuestro continente ante el fiasco del llamado “socialismo del siglo XXI” y los sucesivos reveses electorales de sus líderes.

Los Kirchner en Argentina y el lulismo en Brasil han sido echados del poder por la vía electoral. Evo Morales en Bolivia perdió un referéndum con el que intentaba perpetuarse en el poder. Lenín Moreno en Ecuador está desmantelando todo el entramado que su predecesor y correligionario, Rafael Correa, había implementado para perseguir a la prensa independiente y acosar a la oposición. Y los otros regímenes de izquierda radical –Venezuela, Nicaragua y, por supuesto, Cuba– se mantienen solo a fuerza de una represión despiadada que les ha ganado el descrédito y el oprobio internacional.

Apaleada por tales infortunios, la izquierda radical latinoamericana no sabe cómo reaccionar. Cual cucarachas que corren alborotadas en todas direcciones cuando les encienden la luz, los zurdos de nuestro continente no saben qué rumbo tomar, ni qué explicación o excusa esgrimir ante el fracaso de una “revolución bolivariana” en la que habían cifrado tantas esperanzas.

Oídos sordos a denuncias de ex camaradas

En su ofuscamiento, esa izquierda no toma en cuenta ni siquiera las denuncias formuladas contra regímenes del eje bolivariano por ex camaradas que habían desempeñado un papel señero en los primeros tiempos de la construcción del “socialismo del siglo XXI”.

Tomemos el caso de Venezuela, la cuna misma de la revolución bolivariana. Que Luisa Ortega Díaz, ex fiscal del régimen chavista y gran aliada de Chávez, o que el general Raúl Isaías Baduel, militar clave en la reposición de Chávez en el poder en 2002 y ex ministro de Defensa de Hugo Chávez, o que el general Miguel Rodríguez Torres, ex jefe de inteligencia de Chávez, o que Jorge Giordani, ex zar de la economía durante los 14 años del gobierno de Chávez, o que Nicmer Evans, politólogo y figura eminente del llamado “chavismo crítico” hayan roto sus vínculos con el régimen venezolano y hoy lo denuncien sin ambages, al precio para muchos de ellos de sufrir prisión o destierro, que esa flor y nata de los inicios del chavismo condene la represión y el caos económico reinantes en el país más rico del mundo en reservas de petróleo, repito, no ha logrado inducir a los izquierdistas radicales del continente a cuestionar sus rancias y fallidas certidumbres.

No menos impertérritos se han mantenido nuestros zurdos ante las críticas lanzadas contra el régimen de Daniel Ortega en Nicaragua por antiguos revolucionarios de primer plano, tales como el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal, sandinista de larga data que hoy reclama el cese de la represión, así como el propio hermano del dictador nicaragüense y ex jefe militar Humberto Ortega, quien pide la renuncia de su hermano y la celebración de elecciones libres.

Instalados cómodamente en países donde impera la libertad de expresión esa caterva de revolucionarios pretende conocer, mejor que los ex chavistas y ex sandinistas que sufren en carne y hueso los estragos de las dictaduras que asolan a sus países respectivos, la esencia y los supuestos logros de un socialismo del siglo XXI en estado terminal. ¡Qué tupé, amigo lector!

Cuando el pueblo no es el pueblo

En lo que respecta a los reveses electorales de sus ídolos, dicha izquierda recurre sin recato alguno a un ridículo y vulgar doble rasero. En efecto, después de haber celebrado en su tiempo las victorias electorales de Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega, Rafael Correa, los esposos Kirchner y el tándem Lula-Rousseff, calificándolas de “triunfos del pueblo”, ahora resulta que, para esos mismos izquierdistas, no fue el pueblo el que votó para deshacerse del kirchnerismo en Argentina o del lulismo en Brasil, o que en diciembre de 2015 eligió una Asamblea Nacional antichavista en Venezuela, o que repudió por referéndum los afanes continuistas de Evo Morales en Bolivia, o que hoy reclama elecciones libres y transparentes en Nicaragua, sino que ha sido el “imperio”, con la ayuda de sus “lacayos” internos, el que se las ingenió para manipular al pueblo y asestarle esos duros reveses a gobiernos “revolucionarios”.

Para la izquierda radical, pues, el pueblo solamente es pueblo cuando vota por los candidatos de su agrado. En el caso contrario, ese mismo pueblo no es más que una recua de borregos alienados, vendidos a los cantos de sirena del capitalismo y manejados por el “imperio”.

Corrupción en la revolución

También mueve a escarnio la manera como los izquierdistas latinoamericanos abordan, hasta justificar y negar, la corrupción que cercena a prácticamente todos los regímenes del eje bolivariano.

Cuando a un político de centro o de derecha se le descubre algún acto de corrupción, la izquierda radical se suma a la justificada indignación popular y reclama una sanción drástica y ejemplar. Pero cuando son políticos de su bando quienes son atrapados en flagrantes delitos de corrupción, entonces no: esa misma izquierda trata de defender lo indefendible, grita que se trata de un montaje político y jura, sin pruebas y sin vergüenza, que su adalid es limpio de toda corrupción.

Tomemos el caso de Luiz Inácio Lula, uno de los grandes líderes de la izquierda populista, quien se encuentra en prisión, condenado por corrupción después de un juicio en el que su derecho de defensa fue absolutamente respetado, como ha sido el caso de más de 180 empresarios, funcionarios y políticos brasileños involucrados en el mismo escándalo.

¿Cómo reacciona la izquierda radical? Pues bien, a diferencia de lo que hubiera dicho de haberse tratado de un político de centro o de derecha, dicha izquierda denuncia como escandaloso y abusivo el enjuiciamiento y encarcelamiento de su líder.

Negar la realidad de la corrupción es lo que hacen igualmente los revolucionarios de pacotilla en el caso de Venezuela. El hecho de que la justicia del Principado de Andorra haya decidido someter a juicio a 29 ex funcionarios chavistas por “expoliar” 2.000 millones de dólares de la empresa estatal de petróleo de Venezuela (Pdvsa), y que antiguos funcionarios de esa misma Pdvsa, atrapados por la justicia estadounidense, estén revelando detalles de la corrupción en la que habían participado no ha logrado romper la indiferencia cómplice de nuestros zurdos ante el entramado delictivo que ha prosperado bajo el régimen chavista.

La izquierda radical latinoamericana también hace caso omiso de las revelaciones del chofer de Cristina Kirchner, quien con lujo de detalles registró por escrito cómo funcionaba el sistema de sobornos instituido bajo la presidencia de esa revolucionaria.

Socialismo capitalista

Y como no tienen ningún triunfo que exhibir, muchos han optado por presentar a la China posmaoísta como un caso de “socialismo exitoso”. Llegando a tal afirmación, amigo lector, lo que da ganas es de reír.

¿Cómo es posible que un modelo de crecimiento económico, el chino, cuyo nivel de desigualdades (medido por el coeficiente Gini) es uno de los peores del mundo, peor incluso que el de la mayoría de los países latinoamericanos, y en el que el número de multimillonarios ya ocupa el cuarto lugar en el mundo, cómo es posible, repito, que sea ese modelo el que los revolucionarios de América Latina presenten como el logro de un socialismo que está supuesto a eliminar, o al menos reducir drásticamente, las desigualdades económicas y sociales?

¿Cómo consiguen tragarse nuestros izquierdistas el vehemente elogio de la globalización capitalista que formulara en el Foro Económico Mundial de Davos el nuevo Gran Timonel de China, Xi Jinping, mientras dichos izquierdistas militan en contra de esa misma globalización cuando se reúnen en el Foro de Sao Paulo creado por Lula y Chávez?

Si supiera que los revolucionarios de hoy, sus discípulos, califican al modelo chino de socialismo exitoso, Karl Marx estaría revolviéndose en su tumba.

El fatídico ADN de la izquierda radical

Hay que rendirse ante la evidencia: la izquierda radical ha mostrado una y mil veces (ante el modelo soviético, ante los socialismos de Pol Pot, Mengistu y Mao Tse-tung, ante el fracaso del castrismo, y ahora frente a la revolución bolivariana) que porta en su ADN una incapacidad insuperable para cuestionar sus dogmas y certidumbres.

Por esa consustancial imposibilidad de despojarse de sus atavismos ideológicos, y por su consiguiente propensión a repetir hasta el infinito los mismos errores y desmanes, la izquierda radical está inexorablemente condenada a fracasar. Por todo ello, parafraseando a su máximo ídolo Ernesto Che Guevara, la consigna que les viene como anillo al dedo a esos frustrados camaradas, para utilizarla como saludo revolucionario o a guisa de conclusión de sus arengas y peroratas, es simple y clara: “Hasta la derrota siempre”.


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