Escribo estas líneas a pocas horas de la desaparición de Harry Almela (1953-2017). Se dice fácil, pero no lo es. Uno piensa en una sonrisa, y lo que obtienes es una mueca. Uno pesca un último recuerdo, y lo que obtienes ahora es un borrón.

El 24 de octubre en la mañana, desde su casa de Mariara, donde el poeta vive desde hace años con su madre, a quien cuida y protege, Harry llama a unos amigos escritores y les dice que no se siente bien, que por favor lo vayan a visitar.

Los amigos llegan y ya Harry no existe. Lo que existe es un cuerpo, cruzado en el medio de la sala, pero no Harry, pero no el que alimentas en el recuerdo. Y solo queda volverse al pasado, porque ya el presente no es Harry sino un cuerpo, y no se diga el futuro. Y te dices: Harry no verá su último libro publicado, el que mucho atesoraba y no quería soltar, pero se lo llevó con él, al lugar de la inconsciencia.

Y ahora te empeñas en irte al recuerdo más remoto, y te ves con Harry en una cafetería de Maracay, haciendo tiempo para presentar unos libros de La Liebre Libre. ¿Habrá sido el primer encuentro? Porque Harry hablaba con generosidad, con agradecimiento. En ese momento era editor, traductor, gestor y también poeta, por supuesto, sobre todo poeta. Muy fino, muy erudito.

Recorría la historia de la literatura de manera transversal. Y de pronto, en la misma cafetería de Maracay, que no era un dechado de limpieza, estamos hablando de Alfonso X y me sorprende con una tesis que no me ha abandonado. Me dice: el verso del polo margariteño que reza «el cantar tiene sentido, entendimiento y razón» es de Alfonso X, y yo me lo quedo mirando, sorprendido, sin darle crédito. Harry leyendo poesía medieval en Maracay, o recorriendo las páginas de Spinoza. Pero es que era una sorpresa tras otra, una lectura tras otra. Muy imbuido en literatura, muy sumergido.

El país era otro, creo, porque permitía la circulación del conocimiento. ¿Qué quedó después de la cafetería? Quedaron muchos encuentros, muchas llamadas, muchas visitas, muchas complicidades. Y de pronto la beca Guggenheim, que lo distinguió como a pocos. Una pausa, una dosis de armonía, un poco de fe en sí mismo. Siempre me contó que el monto de la beca había ido a parar a Mariara, para recuperar la casa materna, para cuidar a su madre sola, para labrarse un destino de soledad y custodia. Allí moraba, leía, guardaba silencio, reprimía sus rabietas.

Creo que se fue aislando, creo que se fue despidiendo. No había país para él: solo memorias, solo lecturas, solo versos memorables. Porque esculpía sus versos, los medía palabra a palabra. La musicalidad, la tonalidad, el concepto, el peso de los sustantivos. Hay un punto de quiebre en su obra, o varios. Después de El terco amor (1996) no volvió a escribir igual, y después de Palabra o indigencia (1999) tampoco. Fueron cortes, aplazamientos. Y ya a partir de La patria forajida (2006) su rumbo fue otro, definitivo. Un precipicio, una caída, un epitafio. Se juntaban varias cosas en esas certezas: el dolor, el olvido, la pérdida, el desaliento, la imposibilidad de recuperar nada. Llevaba ese sentimiento por dentro, lo carcomía, lo parasitaba. Un hombre decepcionado: del país, del estamento cultural, de los amigos. Pérdida tras pérdida. Ostracismo, desubicación y dosis de rabia, ¿o más bien de decepción?

Pudimos compartir los días de FILCAR, en marzo pasado, pero ya era un Harry incómodo con todo, con todos. Sus imposturas, las posiciones que no razonaba, el despecho. Una inteligencia que no cabía en sí mismo, un sentimiento que nadie reconocía, un dolor que nadie calmaba. Su poesía crecía mientras su humanidad se extraviaba.

Estoy recordando ahora nuestra última conversación, esta vez telefónica, Harry en Mariara y yo en Margarita, y discutimos en torno al premio desierto del concurso convocado por Lugar Común. Teníamos posiciones encontradas y yo no quise continuar. Eché en falta que no corrigiera posturas, que se dejara llevar por falsas impresiones. Y ahora recupero esa conversación y me lamento. Lamento haber despedido al amigo de esa manera, lamento no haber tenido otra oportunidad, lamento no haber conversado como siempre lo hacíamos. Me quedan sus versos, que no el amigo.

Harry perdura en y por la palabra. Se va un gran poeta, se va en su ley. Escribió un largo testimonio, a lo largo de los años, a lo largo de sus libros. Fue fiel a sí mismo, quizás demasiado fiel, porque las fidelidades extremas solo conducen a un solo cielo, el suyo, penetrado por tormentas y ávido de amanecer.   


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