I

Había que salir de madrugada. Por eso desde el día anterior Ana Alcira preparaba arepas, un termo con café negro y otro con café con leche. La idea era desayunar en el camino, pero, como gran parte del recorrido se haría de noche, era mejor no detenerse. No por la inseguridad, sino porque muy pocos sitios estarían abiertos.

Ana Alcira despertaba a sus muchachos a eso de las 4:00 de la mañana. Todos ya habían hecho sus maletas. Medio dormidos, se metían en el Malibú del doctor. La gran casa quedaría cerrada por varias semanas, pero tampoco había de qué preocuparse. El tío Armando iría diariamente a darles comida a las mascotas y todo estaría bien.

La familia emprendía camino hacia oriente por carreteras sinuosas que bajaban hasta Caucagua. De ahí tomaban la vía hacia El Guapo. Por allí ya comenzaban a despertar los niños. La menor iba adelante con Ana Alcira y los grandes atrás. Empezaba el paso de arepas y los pocillos con café con leche. El doctor seguía al volante, pero de vez en cuando bebía sorbos de café negro, negrísimo, casi tinta, como le gustaba.

Maravillados, los muchachos veían las matas de cacao que se alternaban con las matas de riqui riqui a lo largo de la carretera, gozando de la sombra de muchos bucares y árboles frondosos. Los lugareños apenas comenzaban a surtir los tarantines para vender mandarinas, mangos, aguacates, casabe, cambures. Llegado a ese punto, el doctor se detenía y compraba racimos completos y tortas de casabe.

II

El paisaje cambiaba al entrar en la carretera de la costa, con unas curvas y unas pendientes sorprendentes, pero el carro americano del doctor iba como una seda. La tierra entre rojiza y blanca subía y bajaba a los lados del camino y el ambiente se hacía más seco. Llegando a Puerto Píritu, el mar.

El camino los llevaba hasta Puerto La Cruz para tomar el ferry, un barco inmenso con una boca abierta que esperaba anclado en el muelle. Mientras se esperaba para zarpar, jugaban y merendaban. Al doctor no le gustaba mucho comprar comida en tarantines “que no tuvieran agua corriente”, aunque a veces no podía resistirse a una empanada.

Había mucha gente, porque usualmente viajaban a finales de agosto. La mayoría iba a Margarita para la celebración de las fiestas de la Virgen del Valle. Pero la familia iba al aniversario de la muerte de la abuela Andrea. Se encontrarían con tíos y primos.

El viaje en el ferry valía la pena el trajín. Ana María, la “maraca” de la casa, disfrutaba mucho salir a cubierta y ver el mar con su papá y su mamá, pues era usual que aparecieran delfines nadando al lado del barco o incluso ver grandes peces de colores cerca de la superficie. Una vez vio un pez “loro” verde y azul con una gran boca anaranjada, todo un espectáculo.

Ya entrada la tarde, el ferry concluía su travesía de cinco horas y anclaba en Punta de Piedras. De allí la larga fila de carros para salir del puerto. El olor del aire cambiaba completamente, se sentía el salitre, el mar. Todos de nuevo en el Malibú emprendían el camino a Paraguachí. De las áridas y salobres tierras de la parte oeste de la isla pasaban al centro más poblado y comercial, Porlamar. Por allí se detenían a comprar alguna cosa, aunque ya los niños iban merendando piñonate que compraban en el puerto.

Otra vez el paisaje cambiaba. Ana María iba fascinada viendo a los lados de la carretera la tierra roja que hacía piruetas mecida por el viento. Sacaba la cabeza por la ventana para oler el mastranto de los campos. La isla iba adquiriendo colores verdes y rojos conforme iban acercándose a La Asunción. Todos escuchaban el consabido cuento de Ana Alcira sobre el cerro Mata Siete.

Ya entrando en La Fuente, se divisaba el Guayamurí, el cerro de las siete caras, como lo llaman, porque se ve diferente dependiendo del lado de la isla desde donde lo mires. Y justo delante de la montaña, la casa de la abuela Andrea, la tierra rojita y tibia, las matas centenarias de mango, el aljibe, las matas de cerecita, de uva de playa, y los primos.

De allí en adelante eran días de playa, tardes de pescado asado y noches de cuentos de espantos y enanitos verdes. Visitas a los tíos y a los pueblos cercanos; compras en el puerto libre, mucho chocolate y queso, pero también ropa y calzado; búsqueda de guacuco; excursiones al Guayamurí. Felicidad plena.

III

He tenido que recurrir a mi “happy place”, ese lugar de la infancia en la que era plenamente feliz, a pesar de las arañas monas y las culebras en el campo o los espantos y fantasmas de una noche negrísima. Pero no hay mejor lugar para ver las estrellas.

He tenido que trasladarme a aquel lugar de mi memoria para tomar fuerzas y seguir. Consecutivamente lo hice toda mi vida, viajaba a Margarita al menos una vez al año. Ya no puedo. Pero sigue siendo mi refugio. Y debo seguir.


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