«La República Bolivariana de Venezuela es una horca que aguarda por los cuellos de nuestros cuerpos sin masa muscular»

La profesora me confidenciaba [en una calle de la ciudad] que no podía alimentarse, comprar productos para su higiene personal y el aseo de su apartamento: que, infortunadamente, no tiene alternativa distinta a venderlo para escapar del país donde nacimos y nos obligan a experimentar una cruel muerte. Con los sueldos del personal adscrito al Ministerio de Educación y universidades, ninguna persona puede permanecer viva.

—Te invito a almorzar y cenar en mi casa –le dije cuando un vendedor de incienso me rogó comprarle una de sus varillitas.

—Gracias, Alberto –respondió–. Siento hambre insatisfecha, la acumulo.

La hermosa profesora había perdido masa muscular y su piel lucía reseca. Cuando nos desplazábamos en un bus hacia el lugar de mi residencia, no detenía su desahogo.

—¿Recuerdas que tuve auto, ropa y zapatos presentables? –me interrogó.

—El año 2002, en el balcón de tu apartamento, celebrábamos [con cerveza y pollo a la canasta] que el presidente destripador de Venezuela había renunciado –le respondí–. Alegría que un pequeño grupo de militares nos apagó reincorporándolo en el palacio de gobierno.

Ella evocó el momento de su graduación en la Universidad de los Andes, mientras recorríamos la avenida Universidad donde se pueden observar las ruinas de la antigua Facultad de Humanidades y Educación.

—Cada vez que cocines y sea casi abundante, guarda un poco para mí –suplicó–. Si puedes, obséquiame un jabón para ducharme. Mira mis zapatos: están rotos. No tengo calcetines, ropa interior servible ni pantalones presentables. No puedo comprar desodorante, ni crema dental. Ya no soy joven, el ministerio me jubilará. Pero intentaré salir de este infierno.

Llegamos a mi casa y encendí el incienso que había comprado. Preparé lo prometido, albóndigas con arroz, que le serví caliente. Varias niñas asomaron sus rostros por la reja, pidiéndome un poco de lo que había hecho. El aroma las atrajo. En vano, yo intentaba comer sin afligirme. Tenía pan dulce y les di.

—Deja algo de pan porque el hambre me enferma, envejece y mata de prisa– me advirtió la invitada.


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