El tema de la privacidad tiene tiempo rodando y  hoy en día ha adquirido más importancia que nunca.  Al parecer, antes era más fácil resguardar la intimidad de las personas. El asunto parecía conceptualmente más claro. No había duda al momento de trazar la raya amarilla que separaba las cosas particulares de las que podrían caer en la órbita del interés colectivo. Sin embargo, hoy en día, la cuestión se ha enredado. Las separaciones se han vuelto muchas veces opacas, a veces ininteligibles. Influye en esto, claro está, el desarrollo de las tecnologías digitales, vistas las posibilidades que abren para saber cada vez más de más cosas que conciernen al fondo del corazón  de las personas.  Así, en la llamada sociedad del conocimiento (y de la información), que al tiempo muestra tantas aristas beneficiosas, la vida de cada quien pereciera correr el riesgo de estar siempre en la vitrina, a la vista de cualquiera que  se le antoje verla, muchas veces con malas intenciones. 

Es que por estos tiempos resulta más difícil resguardar la intimidad, la vida privada es, así pues, cada vez más pública. Cabe decir, además, que el desarrollo científico pareciera poder extremar la vigilancia hasta límites inimaginables. Las neurotecnologías, por ejemplo, asoman ya las condiciones para acceder, recolectar, compartir, manipular y almacenar información del cerebro humano, según lo indica el proyecto BRAIN, organizado en buena medida con el objetivo de dibujar un mapa detallado de la actividad cerebral, algo equivalente a lo realizado hace muchos años, en el ámbito genético por el proyecto del Genoma Humano. Imposible no acordarse, entonces, de la Policía del Pensamiento de la que hablo hace mucho tiempo George Orwell en su famosa novela, mostrando que la realidad se parece cada vez más a la ficción.

Pero, las intromisiones indebidas e ilegales no tienen como objetivo sólo a las personas. Todos son actores y víctimas potenciales de los delitos cometidos en el ciberespacio y cualquier ámbito de la sociedad puede ser afectado, desde el suministro de agua hasta la contabilidad de un banco o las elecciones en un determinado país, pasando por cualquier cosa que a uno se le pueda ocurrir, tanto a nivel de instituciones públicas o privadas, como a nivel personal.  El medio digital se ha convertido en una selva, dicen los expertos que lo describen.

El caso que expresa de la manera más grave y visible  lo que está pasando en el ciberespacio  es, sin duda, el acontecido la semana pasada, cuando las autoridades norteamericanas denunciaron – uno imagina su cara de vergüenza al momento de declarar-, cómo el sistema de comunicaciones más sensible del mundo, el de la NASA, había sido hackeado, mediante una mini computadora de 35 dólares, que resultó suficiente para robar algunos de sus archivos confidenciales.

Qué quedará para uno, piensa cualquiera, si esto le sucede nada menos que a una institución que hace ya unos cuantos años puso a tres hombres en la Luna y desde entonces no ha cejado en sus planes de conquistar el espacio extra terrestre.

Así las cosas, a nadie debe extrañar que la ciberseguridad sea una de las grandes preocupaciones del siglo XXI. Sin embargo,  no ha habido manera de llegar a acuerdos para garantizarla, como, dicho sea de paso, no lo ha habido tampoco con relación a los diversos y muy importantes temas surgidos en el marco de la llamada Cuarta Revolución Industrial, como el genético, por ejemplo. Los terrícolas estamos urgidos de un diálogo global en torno a las cuestiones éticas y legales, cuyo análisis permita tramitar apropiadamente las oportunidades y amenazas articuladas con estos tiempos que vivimos.


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