La mayor tragedia de la oposición venezolana no es el chavismo-madurismo, es ella misma. La gran mayoría de los jóvenes que se rebelaron en 2014 y 2017 no habían nacido o eran bebés cuando la debilidad del partidismo colapsó en 1998 y la suma ciudadana –no solo los pobres, también la clase media y algunos ricos con pretensiones de figuración– votó por Hugo Chávez. Es decir, en medio del desbarajuste, con una ciudadanía pateada entre la mala economía, crisis bancaria, frustración, decepción por unos partidos políticos que encadenaban sus puertas o buscaban candidatos presidenciales a lo loco por falta de figuras propias, Chávez y sus jóvenes militares aparecieron como lo que la mayoría de venezolanos y partidos siempre han buscado: un salvador para un pueblo desilusionado, capaz de acelerar el progreso con sus providenciales intervenciones, que les arregle los problemas, y los seduzca con promesas y cantos de sirenas.

Hugo Chávez, prometiendo ser bueno, justo y eficiente, respetuoso de las libertades y cumplidor de esperanzas, arrasó con quien en una cabalgata trató de rememorar a un José Antonio Páez, pero que, además, había sido bendecido –empavado, deberíamos decir– a última hora por los mismos politiqueros que eran culpables para la generalidad.

El flacuchento de liquiliqui pronunció un discurso para esas masas, después se dedicó a lo suyo: aplicar el comunismo versión castrista-bolivariano. Convertidos en oposición a la fuerza, los dos partidos que contaban –el PSUV todavía era un proyecto– se convirtieron en opositores unidos o desunidos de acuerdo con las circunstancias. No por análisis de situaciones ni estrategia, sino porque tardaron años en comprender que el cambio venía con vocación de permanencia y profundidad. Nunca vislumbraron, y siguen sin hacerlo, que es sobre ese canje que debían trabajar y no anclados en el pasado.

Desorientados, con sus cabezas pensantes envejecidas o muertas, con dirigentes de todos los alcances y condiciones, fueron nidos de fieras enfrentadas entre ellas por posiciones y espacios. Y especialmente siguieron sumergidos en ellos mismos, sin mediciones realistas del ambiente y entorno ciudadano, hipnotizados por ficciones que idealizaban como reales, pero no pasaban de sueños difusos.

En sus propias narices, incluso con anuncios previos, el chavismo fue avanzando bajo un comando único capaz de atajar o desgajar sin piedad cualquier discusión. El comandante parecía gobernar en público por televisión ejecutando acciones, buenas o malas, acertadas y desacertadas, que respondían a una estrategia predeterminada, la de un comunismo adaptado a la medida del hijo de Sabaneta.

Presidente por Constitución, comandante por presentación propia y sonido emocionante para el pueblo, Chávez Frías tranquilizó a La Habana enviándoles petróleo a cambio de lo que Fidel Castro llevaba décadas comercializando, su propia gente, y se lanzó a su proyección personal. En la práctica, lo que Chávez estaba construyendo era su liderazgo internacional, el relevo de un Fidel que podía luchar contra todo, excepto su edad y el tiempo que es implacable.

Venezuela y el poder, aunque hoy golpeados, eran la fortaleza necesaria y no podían admitirse cuestionamientos. Por eso descabezó la meritocracia petrolera rebelde, purgó al sector militar, llenó sindicatos y gobierno con hombres y mujeres valiosos por su lealtad en obediencia sin discusiones y no por su experticia o formación profesional.

Pero Hugo Chávez cometió errores básicos cuyas consecuencias estamos pagando y sufriendo. No consiguió una meritocracia chavista eficaz. Enfermó y murió antes de tiempo.

Eso no estaba previsto en la estrategia. Una cosa lleva a la otra; la actividad petrolera generó los fondos para el gran proyecto personal de Chávez mientras los precios fueron favorables, pero también animaron a productores que se convirtieron en rentables o riesgos que valía la pena correr –el fracking en Estados Unidos y los pozos de profundidad en Brasil–, los precios retrocedieron mientras crecían los fabricantes y oferentes.

Chávez falleció y con él la emoción; solo queda la repetición de promesas y reparto de bolívares que cada día compran menos, mientras la oposición tradicional, hundido Copei y sustituido por Primero Justicia, Acción Democrática que mejora lentamente por regresos desde el chavismo original, Voluntad Popular con su liderazgo amordazado, un sector encubierto y servicial con excesivo olor pestilente a castrismo-madurismo disfrazado, y la única coherencia retadora, que crece sin parar, el movimiento que encabezan María Corina Machado y Antonio Ledezma en el exilio.

La oposición tradicionalista, y para algunos colaboracionista, AD, Primero Justicia, Un Nuevo Tiempo y Voluntad Popular, ha discutido, hablado, dialogado, negociado, pero sigue encasillada. Se empeñan en esperar oportunidades y “espacios” a su medida y alcance, pero rodeados del escepticismo de una mayoría ciudadana que no cree en ninguno de ellos, ni siquiera aferrados a la maltratada alianza electoral la Mesa de la Unidad Democrática, mutada en Frente Amplio, regrese a ser gobierno. De hecho, muchos ni siquiera quieren que vuelva a serlo.

Es la oposición irresponsable, fracasada e inconsciente que debería hacer, y no hace, un examen de conciencia, con voto de arrepentimiento y enmienda, renunciar, dar paso a otros. No importa la edad que tenga, está vieja y anquilosada; su dirigencia se mueve entre la contemplación de sus ombligos, la prepotencia y abusos de sus egos, insinceridades y el límite de sus narices. Es parte del desorden de la Venezuela que ha construido el chavismo.

No tiene nada de extrañar que el falconismo sea un invento del castro-madurismo en busca de asentar una opción a medida. Es decir, salir de la escena sin dejar el escenario, cuando los embustes de las promesas al viento, represión y encarcelamientos terminen de fallar, porque así acabará como todas las dictaduras.

Washington, Bogotá, Ottawa, Buenos Aires, Santiago, Lima, OEA, ONU, Unión Europea, tribunales internacionales, La Haya, Comisiones de los Derechos Humanos lo intuyen, lo perciben y se preparan.


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