Cada vez que el gobierno revolucionario, en su trepidante propósito de implantar el modelo de sociedad “socialista” en Venezuela, en la práctica, de facto, vio peligrar su relativa estabilidad como régimen opresivo esgrimió la socorrida y manoseada palabreja desgastada de sentido y vaciada de verdadero significado, apeló al llamado diálogo con la contraparte política genéricamente denominada “oposición”. Huelga decir que la “oposición venezolana” es sui generis; variada, policroma y singularmente heterodoxa, pues en ella y en su vasto perímetro ideológico orbitan las más heteróclitas voces y posturas en torno a los inagotables procedimientos a seguir para dar al traste con el quebranto que padecen los últimos vestigios de “democracia” que aún persisten quedar en pie en este resto de país que va quedando.

Es obvio que en toda relación dialógica, para que en verdad sea respetuosa y creíble relación subjetiva de convivencia medianamente civilizada, debe existir respeto por las reglas mínimas previamente acordadas para acatar los “pactos” y “acuerdos” que se derivan de las conversaciones y diálogos sostenidos por ambas partes sometidas a los rigores de la discusión a fin de dirimir contradicciones y antagonismos relacionados con aspiraciones tácticas o estratégicas susceptibles de ser procesadas o dirimidas mediante el debate o la “confrontatio” propio del policlasismo multipartidista propio de toda sociedad civilizada.

Ningún diálogo puede ser un “saludo a la bandera” ni una coartada política para evadir las consecuencias que se derivan de la ineludible toma de responsabilidad cívica que plantean los desafíos de aspirar a dirigir una sociedad tan dinámicamente compleja e impregnada de desequilibrios económicos y asimetrías sociales y antagonismos políticos. Todo diálogo que se asuma con la debida e insoslayable seriedad que demanda la coyuntura que signa la Venezuela actual debe ejercerse con la impronta del compromiso y amor por la República como un todo ciertamente único y pluridiverso.

Mientras se dialoga ninguna de las partes puede “jugar posición adelantada” ni, creyendo al contrario ingenuo, practicar doble juego haciendo uso de la conocida “duplicidad moral” a que está acostumbrado el gobierno revolucionario. No se trata de ceder, tampoco de hipotecar posiciones de principios políticos que, de suyo, son innegociables, se trata de debatir con seriedad y responsabilidad defendiendo cada ámbito de interés de ambas partes sin traicionar las reglas acordadas que garanticen el clima psicológico de sindéresis y racionalidad que debe regir el proceso dialógico en busca de acuerdos, pactos y consensos que garanticen la necesaria gobernabilidad en el marco de las prescripciones legales y constitucionales que pauta nuestra carta magna en el entendido, tácito se supone, de que es el sufragio la irremplazable instancia cívica para que el soberano decida qué tipo de paradigma gubernativo darse en comicios libres, transparentes y sin ningún viso de trampas o sucias marramuncias que empañen la lid electoral. Se dialoga para alcanzar acuerdos, no para firmar “preacuerdos” con fines de leguleyería propagandística y extraerle plusvalía ideológica/partidista a las mesas de diálogo, tal como acaba de demostrar la torcida conducta política del gobierno en su inútil afán de pretensión continuista.


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