Ni usted ni yo, ni Perico de los Palotes, ni los bolsonaros de las redes tenemos muchas cartas qué jugar en eso que llaman salida violenta de la dictadura de Maduro, es decir, invasiones, golpes o implosión popular. Al menos por los momentos, salvo solazarnos en ensoñaciones onanistas. Además, sin necesidad de ser discípulo de Gandhi, es de suponer que en principio las soluciones pacíficas son las mejores; que no hay que jugar a la guerra porque la guerra es mala, cruel y sangrienta. De manera que uno se inclina, al parecer con la enorme mayoría de conciudadanos, por una salida en paz que necesariamente parece implicar una transacción con los malvados, salvo que José Gregorio haga su primer milagro en un siglo y obligue a Maduro a que nos abandone. Y transacción implica concesiones y no únicamente los furores justicieros de nuestras tan lícitas y permanentes arrecheras y desvelos.

Yo creo que, en sana lógica –lo malo es que el mundo no es ni muy sano ni muy lógico–, este gobierno se murió e incluso se lo comieron los gusanos. Es un zombi en términos científicos. Pero, como es sabido, es asunto muy complicado vérselas con tales seres. De lo cual emerge esta inexplicable situación de silencios, desiertos y desconciertos, donde tantas cosas son fantasmáticas. Alguien osaría explicar, por ejemplo, qué fue lo que pasó, nada menos, con la agresión a la caravana presidencial por muchachones del Sebin, con qué objeto y por lo cual despidieron al jefe que, ahora según el ministro del área, anda por ahí tranquilazo esperando que el presidente agredido le dé nuevo oficio. El relator del notable suceso, no de sus objetivos, es el cardenal José Vicente Rangel. No, por supuesto, nadie ha dado la menor explicación al respecto.

O el lío de Andrade y Gorrín que deja a Al Capone y a Odebrecht como vulgares rateros, y que es el primer acto de la exhibición de corrupción más espectacular del planeta, dicen. Y nosotros, sorprendidos y balbuceantes víctimas, no alcanzamos a despertarnos de una vez de esa pesadilla que nos atrapa desde hace años. (Por cierto, Globovisión es un problema ineludible para unos cuantos demócratas, que les sea leve).

Bueno, en este clima poco propicio se avecinan decisiones impostergables para tratar de volver el país a la humana existencia. Si se logró convertirlo, con los bolsillos llenos de petrodólares, en un purulento zombi, lo contrario también debería ser posible. Y, en todo caso, es recomendable para la oposición actuar de otra manera; esa transacción pacífica, constitucional y electoral que se quiere hay que pensarla muy bien (remember Quisqueya). Ya se han dicho muchas cosas sensatas que no hay que repetir, aunque todavía no se tenga a mano y consensualmente nada menos que el “cómo” vamos a salir de los truhanes. Yo no voy a agregar sino un matiz que me parece importante y que tiene que ver con los principios y los fines.

Muchas cosas se pueden ceder, por ejemplo, en una justicia transicional, pero hay otras que he visto enunciadas por allí que dan grima. Por ejemplo, reconocer la asamblea nacional constituyente, con el simple argumento de que de hecho ya existe y actúa, y, claro, es de tal tamaño la tragedia real de los conciudadanos que bien vale cualquier concesión. Creo que no. Si “reconocer” significa legitimar o acatar voluntariamente –¿qué otro significado?–, aceptar entonces nuestro extravío cuando la repudiamos, es decir, negarnos a nosotros mismos nuestra solvencia ética y, paradójicamente, nuestra idoneidad como para dialogar en nombre de la gente. Lo que es absolutamente distinto a haberla tenido que soportar forzadamente. En un caso somos oprimidos, en el otro, cómplices indignos. Igual sería que traficáramos con la aceptación de las elecciones presidenciales del 20 de mayo, así sea para un interinato. Y similares.

La Constitución no da para todo, solo los déspotas así piensan. Pero sí acepta no pocos retorcimientos, o más sibilinamente interpretaciones. Nuestra integridad moral en el fondo es o no es. Vale la pena recordarlo en la mesa de juego, si la hubiese.


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