Mi padre, el viejo Alfredo, cuya lengua afilada y de poco freno he tratado de honrar, a veces en vano, solía decir: El bobo hasta meando goza. Esa frase no cesa de resonarme al ver las últimas gestiones de los ilustres dirigentes opositores. Conste que les doy trato de insignes, antes de que la sarta de neocatecúmenos que siguen a Falcón-Capriles-Ramos-Rosales-Guanipa salten. Porque es que, según esa cofradía de fieles a ellos, la Divina Pastora, y perdonen la irreverencia los queridos guaros, es una niña de pecho al lado de los divinos poderes de esta cáfila.

Uno sale anunciando con cara de, y evoco ahora al inolvidable Jorge Calmet, “erudito profano” el cónclave que celebraron para relanzar la agenda opositora. ¡Infeliz! ¿Acaso hay que celebrarles cada imbecilidad que se les ocurre? ¿Acaso no estamos donde estamos por la absoluta incapacidad de ofrecer derroteros y planes de acción correctos? Más atrás sale el otro, con cara de penitente trashumante, anunciando que no apoyará ninguna salida a la dictadura que no sea por el cauce democrático, a la vez que revela, ¡oh, Euclides!, que la “oposición” no tiene un plan.

Esta recua de payasos malos pareciera andar buscando cualquier manera para divertirnos. Por sus escasas cabezas no pasa siquiera la magnitud del terrible momento que vivimos, ellos se mantienen en Babia. Solo saben hablar de exigir el retorno de una legalidad que la pandilla roja no cederá de manera alguna, mientras se dedican a patear a conciencia a los militares que son los únicos que tienen la fuerza operativa y de fuego para acabarlos. Sus corifeos repiten como cotorras campechanas que las fuerzas armadas deben someterse al imperio de la ley. ¿De cuál ley hablamos? ¿Acaso existe? En pocas palabras, aspiran a que los oficiales sigan siendo las cachifas que llevaban a las amantes presidenciales por los santuarios de esparcimiento, mientras tenían que postrarse ante la omnímoda comisión militar del Senado.

No son capaces de fingir un mínimo de pudor y reconocer que estos lodos provienen de aquellos polvos que ellos mismos fueron fraguando, y en cuya producción se mantienen con celo franciscano. Mientras tanto, y a la chita callando, María Corina sigue pateando calle, comiendo chicharrón, alborotando el avispero de los miedos de la élite cómoda, y acompañando a la gente en sus pesares. A la postre lo que se esperaba de la piara aludida es que siquiera fueran capaces de dar muestras de una mínima empatía con aquellos que dicen representar. No hablemos de interpretar, sus vacuas capacidades no dan para tanto.

© Alfredo Cedeño

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