Arma preferida de la dictadura, fórmula para generalizar las calumnias y producir daños a la oposición, la guerra sucia se ha incrementado en estos primeros meses del año. Como la impotencia aumenta en los predios de un régimen acorralado por las reacciones populares, el plan de manchar la reputación del liderazgo que lo adversa se viene multiplicando para revolver el río buscando ganancias. No debe desestimarse el nuevo intento, pese a que parece condenado al fracaso debido a la fortaleza de los dirigentes que ahora destacan en la vanguardia de las luchas sociales. Es un último recurso del usurpador, sobre cuya arremetida debemos estar preparados.

¿Por qué? Porque le ha funcionado durante mucho tiempo. Las divisiones de la oposición no solo se han debido a que sus figuras representan un determinado entendimiento de los negocios públicos, sino también a que ellos mismos han querido dividirse en buenos y malos gracias a las campañas de los propagandistas del oficialismo. La fabricación de villanos y malhechores, de colaboracionistas y alcahuetes del sistema ha favorecido a los compañeros de camino a quienes cae del cielo la alternativa de librarse de los más incómodos, es decir, de los que los rivalizan con éxito; aun sabiendo que calcan el libreto de los laboratorios oficiales y quizá sin maginar que pueden ser después las víctimas. En la medida en que se denigra de quienes parecen sus émulos en el Parlamento, en el partido, en las coaliciones y en la consideración del pueblo, pasan agachados para que el vendaval de porquerías haga su trabajo. En consecuencia, la guerra sucia cuenta, al comenzar la carrera, con la mitad de la pelea ganada.

La otra mitad le es concedida por la credulidad popular, por los afanes de simplificación movidos por la impaciencia, la desesperanza y también la ignorancia de una clientela que, como no encuentra soluciones mágicas, como no se cumplen el domingo las metas planteadas el sábado, se solaza en la detracción de los corderos ofrecidos en bandeja de plata. No deja de ser placentero el descubrimiento de la paja en el hombro ajeno cuando permite que disimulemos la viga que estorba la visión del ojo propio, sentencia bíblica que manejan a su manera los montadores de ollas podridas para pescar no solo destinatarios incautos, sino igualmente sujetos irresponsables que les sirven de coro. Entre ellos, un grupo deplorable de periodistas que repiten sus infundios con ánimo digno de mejor causa; y los guerreros del teclado que acuden al único recurso que tienen para llegar a la fama, los caracteres ofrecidos por el Twitter. La más difundida de las colaboraciones, por cierto, aunque también muy idiota porque solo les permite notoriedad efímera.

Sin embargo, buena parte del éxito de la guerra sucia se ha debido a sus víctimas, que no reaccionan ante una avilantez que los degrada como políticos y como ciudadanos. Ven el vuelo de los dardos y apenas los esquivan. Se arrinconan esperando que pase el ventarrón de las inmundicias, sin hacer mayores gestos para reivindicarse. Una conducta digna de atención debido a que, si no se observa con mirada piadosa, puede significar la admisión de una culpa. Por fortuna, se puede explicar tal actitud en el hecho de que, aparte de contar con simpatizantes de sobra, habitualmente la acometida llega acompañada de amenazas que tocan la vida y la libertad de los atacados, o de sus familiares cercanos, círculo ominoso que conduce al silencio o, en no pocos casos, al exilio.

Hace poco, en entrevista concedida a Milagros Socorro, Julio Borges salió del mutismo para ofrecer detalles sobre la persecución de que ha sido objeto, sobre la intimidación a la cual fue sometido, sobre las infamias que la dictadura ha arrojado en torno a su reputación y, en especial, sobre la bajeza de unos perseguidores a quienes identifica con pelos y señales. De la ponderación de esa entrevista salieron los comentarios que se han ofrecido hoy. Es, si no la primera, una de las denuncias más vigorosas de la cruzada de difamación que mancha la política venezolana.

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