Una vez en la vida, a un lugar en el mundo, llegan circunstancias que pueden cambiar la historia de un país, y una región, para siempre. Esa ocasión es el 23-E, el lugar es Venezuela, las circunstancias que confluirán son historia, fecha, mártir, patria, pueblo, Constitución, hombre y libertad.

23 de enero de 1958: fecha señera en la historia, el fin de su penúltima dictadura.

23 de enero de 2019: el principio del fin de la última dictadura de Venezuela, la irrupción de una nueva generación y el nacimiento de un bebé emblemático.

Vienen horas determinantes. El proyecto más poderoso de la historia contemporánea regional ha llegado a su fin en legitimidad interna, reconocimiento externo, viabilidad económica y sostenibilidad social. Se fue el líder que bromeaba y desataba risas, que tocaba corazones y hacía brotar lágrimas, que explicaba y cosechaba aplausos. El sucesor, Maduro, es el que habla con pajaritos, eructa y saca risas; el que reprime, destruye y tiene a un pueblo sumido en lágrimas; el que reemplazó con botas represivas los votos y aplausos perdidos. Este decrépito sujeto está más decadente que sus cuasi nonagenarios mentores castristas, que como vampiros insaciables siguen succionando la sangre de una economía comatosa.

La narcotiranía ha logrado algo inédito, porque parafraseando a Churchill: nunca antes en la historia, tan pocos en la cúpula de un régimen, hicieron tanto daño democrático, produjeron tanta catástrofe humanitaria, causaron tanta debacle económica, desataron tanta represión autoritaria, para expulsar a tanta gente, en beneficio de tan pocos criminales. Desde que el narcotirano tomó el poder hasta ahora, el tamaño de la economía venezolana es menos de la mitad, la producción petrolera la tercera parte, el número de pobres se multiplicó por 8, los asesinatos por 6, el sueldo mínimo es 2% de lo que era; Venezuela expulsa más migrantes que Siria, su hiperinflación es más alta que la de Zimbabue, el hambre de su población es peor que en Sudán; retornaron la malaria, la difteria y el sarampión; quitan ceros a los billetes, cuando la solución es cesar la usurpación del cero de Miraflores.

Para redemocratizar a Venezuela se necesita legalidad institucional, respaldo externo, apoyo popular, sometimiento militar y el líder que encarne esas condiciones. Llegó la hora de Guaidó, él es parte de una generación que nació a la vida política en 2007, cuando Android, Twitter y el iPhone llegaron al mundo, y ellos fueron a las calles a protestar por el cierre de RCTV, para después derrotar a Chávez en el referéndum de ese año. Son “callejeros digitales”, porque se forjaron en redes sociales y se templaron tragando gases, resistiendo palos y perdigones, enterrando camaradas, visitando presos y sufriendo por sus exiliados.

La oposición venezolana está ahora catalizando los pronunciamientos externos, para convertirlos en reconocimiento diplomático y económico internacional; está utilizando los cabildos, para transformar el respaldo de encuestas y redes en movilización popular incontenible; está utilizando la Constitución y legalidad con el objeto de mostrar a los militares cuál es el lado correcto de la historia. Venezuela hoy despierta de un letargo de meses, sale a las calles, respalda a su presidente encargado y repudia la dictadura.

El 23-E por la madrugada, en el Hospital Universitario 12 de Octubre, en Madrid, llegará al mundo el hermanito de Neomar Alejandro Lander Armas, aquel icónico mártir que marchaba con una camiseta raída que rezaba “Yo soy libertador”, uno de esos jóvenes que en 2017 ofrendaron sus vidas de pie, antes que vivir de rodillas. Este hermanito se llamará Alan, las iniciales de Neomar invertidas. Al salir del vientre de su madre gritará “Libertad”, su alarido cruzará océanos, selvas y montañas, inundará corazones venezolanos en el mundo entero y se hará clamor en las gargantas de sus compatriotas en cada rincón de Venezuela. 23-E será el día de un parto libertario familiar y nacional.

El detonante final será la fotografía de Guaidó con la banda presidencial, posesionado y juramentado. Es el sacramento litúrgico de la asunción de mando constitucional, es la señal final para que el mundo democrático reconozca a quien se reconoce a sí mismo como jefe del Estado, para que el pueblo aclame a su legítimo jefe de gobierno, para que los militares se subordinen a su nuevo capitán general de las Fuerzas Armadas. La persona escoge el camino, la historia su destino. Guaidó escogió el camino de luchar para devolverle democracia a su tierra, su destino es ser el presidente que haga realidad ese anhelo. Cuando torpemente Maduro intentó arrestarlo no lo intimidó, demostró que perdió mando y lo catapultó.

La tierra de gracia, que acogía a muchos y de la que nadie se marchaba, expulsó a muchos y nadie se quedaba. El 23-E vuelve al estado de gracia, porque viene una jornada épica, llegará el alumbramiento de una nueva Venezuela, se proclamará gloria a sus héroes y quedará para siempre como el día en que, honrando su himno y apoyando a Guaidó, el bravo pueblo que el yugo lanzó.


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