“Esfuerzo grande y continuado que realiza una persona para conseguir un fin”. Diccionario de la Real Academia.

No hay hipérbole, aunque pareciera, ni oxímoron, pero, para dar con la verdad, afirmemos que a Fernando Albán lo suicidaron.

No necesitamos más. Murió en custodia y en medio de una detención arbitraria. Sin especular digamos que su deceso es parte de una cadena, una secuencia de aldabonazos que los truhanes producen a las puertas de la sociedad porque su impunidad está en desarrollo y se banalizan los hechos insertos en el abuso y la vileza de este régimen que se reclama revolucionario y de izquierda, pero que, acaso, evidencie su naturaleza fascista. Nada que envidiarle a Hitler, Stalin, Ceaucescu, Pol Pot o Pinochet.

Si se hubiera lanzado Fernando al vacío, lo cual, conociéndolo, no luce verosímil, veríamos en él una inédita e insólita actuación, únicamente explicable por el grado de alteración al que lo habrían llevado sus carceleros, pero, sabiendo que ese recinto es un antro conocido de torturas y violaciones de los derechos humanos de los recluidos, según informan los que por allí pasaron, y circulan como noticia crimines sin consecuencia esos relatos por cierto, no es absurdo pensar que lo privaron de su vida, de una u otra forma.

La insistencia para hacerlo ver así del fiscal general es un indicio más para ir construyendo la hipótesis del homicidio, siendo que, indistintamente, reacciona siempre de esa manera, aun ante las evidencias que prueban lo contrario. El caso Óscar Pérez y otros caídos en la masacre de El Junquito muestran una más que presunta ejecución extrajudicial, pero el inefable Ministerio Público no se dio por enterado, y puedo seguir recordando al ganadero Tarazona y otros más sin que sea fácil ponerle fin a la lista, y aún no entro en los varios cientos de caídos en las protestas de estos años pasados, comenzando por los mártires del 11 de abril del 2002 que el difunto presidente burló, al convertir por su graciosa voluntad a sus asesinos en víctimas y próceres y a los policías metropolitanos que cumplieron con su deber en victimarios, desmintiendo al Cicpc y al fiscal Danilo Anderson que los imputaba.

Una enorme pila de muertos tiene sobre su conciencia la pléyade de dignatarios públicos de este enjambre siniestro que nos gobierna en mala hora desde hace dos décadas, y que reúne la ignorancia, el resentimiento y el cinismo. Ello no solo nos arruinó como país, sino que nos privó de la más elemental vergüenza pública, contaminándolo todo, pero, especialmente, las instituciones, sin economizar ninguna, además.

Pero esa muerte no es ni la peor ni la más numerosa. El hambre, la mengua de los enfermos de todo tipo y género, los victimados de la antisociedad tolerada o auspiciada traen sus guarismos a la mano para desnudar la hórrida circunstancialidad que nos diezma a diario sin que pueda esperarse de estos gobernantes ningún cambio o mejoría.

Prefiero examinar entonces ¿por qué murieron Fernando Albán y los otros? Y ¿que nos queda por hacer a los ciudadanos? Comencemos dejando al menos asentado lo que no supone discusión: murieron luchando. No fue apantuflados que dejaron su vida, sino en pleno ejercicio de su libertad entendida como su escogencia existencial. En el camino de su voluntad, corriendo y cayendo en los riesgos que su decisión de vida implicaba. Murieron viviendo.

Murieron porque sostenían razones para vivir y se batieron por ellas, murieron luchando. Esa aparente sencilla inferencia es, sin embargo, la clave del asunto. Regresa a mí Albert Camus: “Una razón para vivir puede ser una excelente justificación para morir”. Evoco un autor y un texto que por su pertinencia precisamente me permito reproducir, Málishev Krasnova, Mijaíl, “Albert Camus: de la conciencia de lo absurdo a la rebelión”. Ciencia ergo-sum, Revista Científica Multidisciplinaria de Prospectiva [en línea] 2000, 7 (noviembre), y en esa lectura un párrafo que obra sin desperdicio: “Aliosha, uno de los protagonistas de la novela de Dostoievski Los hermanos Karamazov, dice que su hermano mayor Iván es de ese tipo de personas que no necesitan millones de rublos para vivir, sino resolver el problema del sentido de la vida, encontrar un ideal superior al cual valdría la pena dedicar su existencia. Esta disposición al ascetismo espiritual en aras de un ideal es un rasgo característico de muchos protagonistas del gran novelista ruso que, por antonomasia, son pensadores-experimentadores dispuestos a ir hasta las últimas consecuencias para obtener la posibilidad de curarse del sufrimiento causado por sus problemas existenciales. Los personajes de Dostoievski consideran que la disposición al autosacrificio aparece cuando el ser humano se obsesiona por alcanzar una meta, cuando comprende que para conseguirla es necesario renunciar a las tareas más inmediatas. Por el contrario, en la obra de Camus, la disposición al autosacrificio no se deriva de un ideal supremo, sino representa un postulado inicial en la definición del propio ser humano”.

La vida para la persona humana que se asume como tal, y ello implica existir dignamente, es una lucha constante, un forcejeo con su tiempo histórico traducible como su contexto complejo y variable que lo exige y conduce entre vericuetos y laberintos morales, apretones económicos, desafíos societarios, negaciones que provienen del colectivo en constante tensión y, como si ello fuera poco, vulnerable y frágil de por sí. No somos titanes, inmortales dotados de poderes superiores, pero debemos, para sobrevivir, a menudo crecer del tamaño del reto, de la coyuntura, de la dinámica que caracterice ese espacio público, el nuestro. Ese teatro que para algunos deviene necesariamente dramático y hasta trágico está adornado por marquesinas propias de la condición humana, como dirían Hannah Arendt o Malraux.

Algunos que son testigos de la épica vital de otros los llaman héroes, y otros simplemente se reconocen como hombres y mujeres para los que la cotidianidad y la rutina es una guerra ante infinidad de adversarios y enemigos. No siempre, por cierto, me refiero al antagonismo brutal con el instrumental de las armas y otras sofisticaciones de la violencia. En ocasiones es, para decirlo en términos elementales, vivir la rutina de un duelo de voluntades, como nos enseñó Clausewitz.

Por eso, la lucha que nos dejan como legado Fernando Albán, Óscar Pérez y los muchachos sembrados en todo el jardín inmortal, sin embargo, de Venezuela y su gesta por la libertad y la democracia se debe entender como lo que en realidad es, un sentido para la vida, una razón entonces, un compromiso, un testimonio que clama un relevo, porque la carrera de la existencia digna continúa. Vivimos en prueba siempre y en ese contexto evidenciamos nuestra dignidad.

¿Qué nos queda entonces a nosotros los conciudadanos por hacer? Algunos son héroes porque lucharon, y luchar nosotros también es lo menos que nos corresponde. Cada cual en su escenario, con sus posibilidades, con sus fuerzas y debilidades, en la fábrica, la empresa, la oficina, la casa, el Metro, la camioneta, en la cola para el pan, en la de la farmacia, en el liceo, la universidad, con los amigos, la familia y especialmente haciéndole ver a otros que esto no es vida, es escasamente supervivencia, que los que gobiernan más bien delinquen, que nos mienten, ultrajan, manipulan, sojuzgan. Que no somos perros ni fieras a las que dominan con una jaula, porque en cada uno estamos todos y encadenados no nos persuaden, no nos convencen, solo nos someten.

Un hombre es por sí solo una realización en constante conflicto. Nos decía Ortega y Gasset que el hombre estaba comprendido en medio de variables complejas, sus circunstancias, pues. Las nuestras nos han traído a la difícil encrucijada de ser dignos de nuestra dignidad. Gandhi y Luther King nos formaron para la lucha de la razón y no con la violencia, y que conste que comprendo a los que desesperan, a los que irrumpen en la historia iracundos, pero no le pido a nadie su furia ni su agresión, porque está muy cerca un extremo del otro.

La lucha que demando, por lo pronto, es la más fácil y la más efectiva. Se desarrolla en la rutina de la vida y observando cuando las acciones ajenas tropiezan con los derechos de los otros y, especialmente, cuando el poder se desvía y lejos de servir a la sociedad se sirve de ella, la ofende, la viola, la escalpa y la despoja de lo que a ella y a cada uno en particular toca. Se trata de denunciar, objetar, criticar el egoísmo, la vileza, el desprecio y el abuso venga de donde venga y contra quien sea. El miedo ante el tirano se siente, pero la indignación también. Para vivir hay que esforzarse, hay que guapear. Sin dignidad no somos ni una caricatura. Luchar es, por respeto a nosotros mismos, una faena, una conducta natural y legitima.

Un amigo, Carlos, con el que compartí un modesto almuerzo y evaluaba como ciudadano preocupado algunas políticas públicas, de repente me detuvo y con seriedad me comunicó lo que pareció un hallazgo trascendental, en medio de la sencillez de su presentación y, con tono grave me apunto: “Este desastre terminará cuando los que no lo compartimos hagamos de cada día una jornada de lucha”.

En verdad me levanté tocado de centella, electrizado; de tantas cosas que a diario hacemos podría surgir una estrategia clara y prístina, porque ya sabíamos que los venezolanos, juntos, somos invencibles.

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