La más extraordinaria contribución a la libertad de los últimos años es la Internet, que se ha configurado como un derecho humano. Cuando los asambleístas franceses escribieron la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano pensaron, así como la convención de Filadelfia, que estaban fijando un orden eterno. En efecto así lo era como el sobrevenido reconocimiento universal a la conectividad lleva al derecho a la imprenta en un mundo virtual, como una nota al pie de página en la construcción de la historia de las libertades. Los dictadores se horrorizan ante la opinión ajena. Persiguen, borran, censuran y torturan y ejecutan en nombre de su dogma único. Los genocidas son lectores entusiastas de Karl Marx. El barbudo de la biblioteca del Museo Británico no asesinó porque no tuvo el poder entre sus manos, pero dejó sembrada la violencia en las páginas de su obra resentida con una herida latente que dejó para sus intérpretes. Siempre habrá exégetas que invoquen su mensaje no realizado. Lenin, su impecable discípulo, ultimó que la política es la guerra seguida por otros medios, con lo cual todo opositor no es más que un enemigo a la vista, un futuro desaparecido para los prismáticos del orden.

El neoautoritarismo alienta la censura con privilegios en el orden de los burócratas. Crece como la espuma poniendo mordazas y mandando a callar. El siglo XXI avanza con sus titanes: Erdogan, Putin, Kim Jong-un, los tiranuelos criados por el Foro de Sao Paulo  y también y sobre todo China: un sistema que ha escogido una desenvoltura económica a medias, tutelada por un Estado todopoderoso que sostiene la exclusión de derechos, entre ellos la libertad de información. China es un régimen de conculcadores de la libre discusión: la Internet se adecúa al capricho de sus déspotas.

Google se marchó anteriormente del país asiático por la restricción en la búsqueda de contenidos. Ahora, regresa con el rabo entre las piernas a lamerle las suelas de los zapatos al tirano Xi Jinping y a celebrarle sus bofetadas al libre albedrío. Ha convenido en homenajear la censura de los chinos. Google ha hecho su arreglo con los sátrapas. Se ha convertido en una compañía dispuesta a que los mandarines decidan su alcance. El pragmatismo nunca puede invocarse a costa de la negación del individuo.  Me resisto a pensar que el sistema de garantías personales, que la ética del capitalismo de Adam Smith  pueda venderse por un puñado de dólares inmorales. Hoy Google en China se parece a los tanques de la plaza de Tiananmén apartando lo que de peligroso para los dueños del poder está inscrito en el ciberespacio. No es más que un instrumento de los apologistas de la exclusión. En Silicon Valley poco cuenta la libertad. ¿Será que ya estamos en manos de algún millenial histérico y escasamente educado?


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