Si algo podemos afirmar, luego de casi un mes de protestas callejeras es que los niveles de represión por parte de los cuerpos de seguridad del Estado se incrementan día a día.

El despliegue tecnológico de equipos e insumos antimotines mostrados por la Guardia Nacional choca con la escasez aguda de productos básicos en la dieta de los venezolanos. No cabe la menor duda que el gobierno había previsto desde hacía algún tiempo estos escenarios de confrontación interna, lo que le permitió dotarse con suficiencia, pues así lo hemos visto en estas últimas semanas en las que no se ha escatimado con el uso intensivo de cartuchos lacrimógenos, municiones para escopetas y gases ácidos.

Si bien, el control del orden público es responsabilidad ineludible del Estado y el equipamiento ofrece ventajas muy importantes porque reduce sensiblemente el número de efectivos en acción, la estrategia con la que el régimen está operando, lejos de contener y controlar las desviaciones de las protestas ciudadanas, está conduciendo los acontecimientos a un escenario altamente conflictivo y caótico.

Resulta evidente que el principio de contención bajo el cual opera el gobierno es el escalamiento represivo violento: a mayor acción de confrontación represiva, menor el número de ciudadanos que se hacen presentes en las protestas. La realidad, sin embargo, apunta en sentido opuesto, al menos hasta ahora, a la que además se agrega un elemento agravante, y es que el incremento de la violencia por parte de los cuerpos militares y policiales estimula la aparición de manifestantes altamente motivados y dispuestos a radicalizar la conflictividad, convirtiendo los espacios urbanos de las ciudades en campos de lucha callejera, como ya lo hemos visto en estos días.

Si bien, estamos justo en medio de una protesta que hasta ahora no pareciera tener un destino definido, me voy a permitir hacer una reflexión “filosófica” sobre la actuación de los cuerpos responsables de la seguridad ciudadana en Venezuela.  Se trata del divorcio ético de la seguridad frente al derecho a la protesta y el uso proporcional de la fuerza, según se consagra en los artículos 68 y 332 de la Constitución Nacional. Más aun, cuando la represión se ejerce potenciada con tecnología mal utilizada con el propósito de ignorar el valor de la vida.   

En este sentido, resulta evidente que la tecnología consigue en la seguridad un espacio de operación amplio y fértil, mas no por ello, orientado a fines no regulados por el respeto a los derechos humanos. El problema surge cuando las armas para proteger a los ciudadanos y al tejido social del país se convierten en instrumentos para el sostenimiento de regímenes tiránicos.   

Es una nueva especie de seguridad líquida que se adapta para amoldarse a las demandas autoritarias del dictador de turno, sin más freno que la ambición de poder y el presupuesto disponible para comprar tecnología de represión. La brecha entre la seguridad y los medios tecnológicos para ejercer violentamente el sometimiento de la población civil puede tener dos formas de ser salvada; ignorando todo sentido ético en el ejercicio del orden público o construyendo democracia para la participación activa y transformadora de los ciudadanos. Ambas necesitan ser protegidas, en un caso para coartar libertades, y en el otro para el desarrollo de la sociedad. Para aquellos que hoy tienen bajo su responsabilidad el uso de estas herramientas, les ha llegado la hora de decidir.  

@seguritips


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