De la Gladys que hablo no es de una de las tantas que pueblan esta que Balzac llamó la comedia humana. De quien quiero hablar es de Gladys Fernández, esa admirable mujer que dedicó su vida a la Dirección General de Administración de la Universidad Central de Venezuela. Graduada en su momento de economista,  comenzó a trabajar como empleada en la Oficina de Programación y Presupuesto en 1969 y de allí pasó a ocupar, merecidamente, la Dirección de Administración de la UCV, donde hizo carrera, una carrera admirable.

En una oportunidad, a un sedicente intelectual le escuché quejarse porque su nombre había aparecido en la prensa adjetivándolo como funcionario del Estado. Pues bien, a Gladys Fernández no se le cayó anillo alguno por haber llegado a ser la funcionaria que vino a ser con la mudanza de los días, como uno de los pilares en los asuntos administrativos de la UCV. Si esta universidad ha permanecido dentro de las normas administrativas que han hecho de ella la institución que ha sido no solo en el sentido de estar bien administrada, sino en la creación de procedimientos capaces de eliminar hasta el más mínimo indicio de corrupción, eso se debió, sin duda alguna, entre otros, al esfuerzo de esta mujer mientras estuvo al frente de esas funciones. Y habrá que considerar que en algún momento la UCV por la cantidad de gente que por ella transita, por  el número de profesores y empleados, por lo abultado de las nóminas y el monto de dinero que se manejaba,  es de hecho, una de las empresas –escribámoslo así– más importantes de Caracas y que ese dinero fluyera como es debido y se administre con la escrupulosidad con la que era necesario que se hiciera para servir de modelo a otras instituciones, también  se debió en buena parte a su labor, a la de Gladys Fernández.

Y sin embargo, toda esa ingente labor que se fue acumulando sobre los hombros y sobre la responsabilidad de esta mujer, no le impidieron ser una extraordinaria referencia para su familia. Conoció también el mundo a mano, ciudades como esta de Madrid para la que yo mismo, llegado el momento, le di las claves para un buen tour.

Durante mi vida laboral, tanto dentro de la universidad como fuera de ella, he tenido que asistir a innumerables reuniones, unas veces dirigiéndolas y otras simplemente como asistente (eso que se nombra en el teatro como el protagonista o como el agonista). En esas reuniones, unas veces tuve éxito y otras, no. Cuando no lo tuve, lo achaqué siempre a esa mezcla innecesaria de emotividad de la que hice uso indebidamente al tratar de convencer a alguien de algo. Eso que se ha llamado falta de tacto de quien no sabe cómo manejarse. Pues bien, durante todos los cargos administrativos que me tocó desempeñar en la UCV asistí a muchas reuniones en las que Gladys tenía la clave de la organización: discusión de presupuestos, de funciones a través de ese presupuesto, comisiones de licitación para la adquisición de equipos o su renovación, consideración de reparos  de la Contraloría de la nación sobre el manejo del dinero, y debo decir ahora apoyado en el recuerdo –en este recuerdo que ha terminado por convertirme en una suerte de memorialista sobre la base de la añoranza de gentes y acontecimientos que formaron parte de mi experiencia vital durante los largos años de residencia en Venezuela– que nunca vi a nadie con una capacidad para convencer, para lograr sin estridencia alguna lo que se proponía, como la que constaté en esa capacidad de comunicación de Gladys Fernández. Medida en la palabra, con una extraordinaria idoneidad para escuchar y por tanto para rebatir, su estilo fue algo que, en resumidas cuentas, me llamó a identificar, de acuerdo con lo que sustentaba aquel maestro de la lógica llamado J. M. Bochenski, la autoridad del que sabe –no del que la impone– sino la que él llamó autoridad epistémica. Y eso lo hacía Gladys Fernández con el manejo de los números, con su ajuste a las situaciones. Nunca observé desmesuras ni reuniones agotadoras. La medida de lo justo.

La cosa es que esto acontecía no solo dentro de la universidad, sino a través del contacto que tuvo que mantener fuera de ella, con los bancos, por ejemplo. De manera que no le faltaron ofertas en su momento para cargos importantes dentro de la banca venezolana. Pero prefirió la universidad como escenario de trabajo al vellocino de oro que le ofrecían algunas altas posiciones en la banca privada. Su entrega a la universidad fue absoluta.

—¿Y tú no te jubilas?, le pregunte un día, un derecho que le correspondía ya hacía mucho tiempo.

Se sonrió para responder: ¿Y a qué me voy a dedicar?

Eran tiempos en los que quien dirigía el Banco Central de la República comenzaba a ser fuertemente cuestionado y entonces comenté: ¿Por qué nadie ha pensado en ti para ese cargo? Le extrañó mi comentario porque como toda persona de valer, Gladys Fernández era un ser humilde. Luego dijo:

—¿Si algo como eso, es decir, lo del nombramiento como presidente del Banco Central de Venezuela, estuviera en tu mano, tú me nombrarías?

—Sin duda alguna, contesté.

Se levantó de donde estaba y me dio un abrazo. Noté que había lágrimas en sus ojos. Gladys Fernández fue siempre una amiga incondicional de sus amigos. De ahí, según me comenta una de sus compañeras más cercanas al comunicarme la nefasta noticia de su deceso, la gran cantidad de gente que la acompañó en su última despedida hacia ese lugar del que nada se sabe y en el que todo sucede, de acuerdo con lo que dejó dicho el poeta Paul Celan, quien por las razones que fueran adelantó su ida lanzándose desde el puente Mirabeu, en París, al río Sena.

Creo que la UCV en memoria de tan señalada “funcionaria” como lo fue Gladys Fernández debería dar su nombre, como ha hecho con alguno de sus profesores más ilustres, a alguno de los departamentos –a uno de sus archivos principales, por ejemplo– o institutos en memoria del oficio que esta admirable mujer implantó en la administración de la UCV tan desinteresada y vocacionalmente. Sería de justicia.


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