El 28 enero de 2009, no por ser vidente sino por contextualizar releyendo a la historia patria y mirando más allá de nuestras fronteras, dije que “la presencia febril de los estudiantes en la vida del país y más allá de lo que anteriormente fueran sus indiferencias o asimismo sus preocupaciones inmediatas –como el cupo universitario, el pasaje estudiantil, la solidaridad en los reclamos propios de su condición– nos obligaba a ser optimistas”.

Dos observaciones me llevaron a esa consideración obligante sobre el futuro de Venezuela.

La primera, el discurso paleolítico del régimen instalado en 1999 y su empeño en reescribir la historia, anclando nuestro imaginario de pueblo en el pasado remoto, que tarde o temprano chocaría “con los códigos inéditos, el lenguaje y la visión que del mundo y de las cosas tiene esa generación en ciernes”, la generación de 2007. “Ha roto los odres impermeables del viejo Estado nacional y de su idea de la soberanía para situar al hombre y a todos los hombres en una perspectiva más próxima a la dignidad humana, al género humano y a la misma noción de la humanidad totalizante”.

“Y no es que los jóvenes estudiantes carezcan de sensibilidad por el hecho histórico nacional o por los referentes de sus localidades ciudadanas”, agregué, sino porque al presentarse los alabarderos del Socialismo del siglo XXI “como una suerte de redentores y fundadores de una historia nueva, al final, descubiertos, los verían como tristes ventrílocuos de cadáveres ambulantes. Mal se daban ni dan cuenta aún de que el vino nuevo no puede vaciarse en odres viejos, pues se corrompe”.

Ha pasado, desde entonces, una década, y he aquí lo paradójico, que hace lugar a otra cuestión vertebral a la que me refiero en esa misma oportunidad y luego repito el 25 de diciembre de 2012. Esa generación de jóvenes que se incorpora activamente a la política “no tiene tiempo para sermones porque el tiempo de la sociedad de vértigo se desgrana a cada segundo y además perturba la cultura dominante de los celulares. Esa generación tiene empatía con quienes hacen obras, sin detenerse en la dialéctica o el conflicto. Es realizadora. No quiere estadistas sino buenos conserjes, en el mejor sentido de la palabra”.

La otra observación es que cada tres décadas o algo menos en años, pero que cubren un período similar, se da en Venezuela un quiebre político profundo. Sobreviene un cambio raizal en su dinámica como Estado y como sociedad. La tesis se la escuché, alguna vez, a mis entrañables amigos e historiadores Ramón J. Velásquez y Tomás Polanco, que la usan para sus análisis y la constato.

Ocurrido El Caracazo, al que me refiero en mi extenso título sobre la historia del siglo XX venezolano (De la revolución restauradora a la revolución bolivariana, Caracas, 2009), cuyo capítulo final llamo “La última transición”, ocurre, en efecto, una transición larga y treintañera, que, justamente, se cumple en este año corriente.

Nadie imaginaba que, a partir de ese 1989, volverían por sus fueros los fantasmas de la República militar de manos de un desconocido, Hugo Chávez Frías, para recrear, a lo largo de esas 3 décadas últimas y ante la opinión pública, la diatriba que signa el cierre de los 30 años primeros de nuestro siglo XIX. El sabio J. M. Vargas, exactamente en 1835, es desafiado por el coronel Pedro Carujo. Aquel defiende la justicia como propósito de la República y este sostiene que ella es de los valientes.

La transición tormentosa que esta vez cierra su ciclo treintañero para abrir otro con la contracara del Chávez-Carujo, lo hace de manos de un personaje joven e inédito como lo fuera el primero, extraño hasta ayer para la mayoría de los venezolanos, Juan Guaidó.

Por un sino de la historia, al cumplirse las tres décadas citadas, la oposición militarismo o pretorianismo y civilidad vuelve a resolverse y la muestran crudamente las fotos que circulan en la prensa: el usurpador, Nicolás Maduro, corre atado de brazos con su claque militar, mientras que el encargado de la Presidencia venezolana, el legítimo, un miembro de la generación de 2007, avanza de brazos atados con el pueblo.

“Podemos decir que, con el final de la dictadura gomecista, comienza apenas el siglo XX en Venezuela. Comienza con 35 años de retardo. Vivimos hasta 1935 como en un Shangri-La de generales y de orondos rentistas que podían ir cada año a lavar sus riñones en las termas o casinos europeos; o por contraste, en una fortaleza de prisioneros y en el descampado del espacio rural-llano, montaña, selva donde el pueblo hacía las mismas cosas que en 1860; sembraba su enjuto maíz… o escapaba de las vejaciones del jefe civil”, rememora Mariano Picón-Salas, ícono de nuestros intelectuales, fallecido en 1965, casi describiendo nuestro momento.

30 años, en suma, nos cuesta llegar al siglo XIX y otros más al siglo XX, intentando que las luces y no las espadas dibujen al ser nacional. Desde 1989, otros 30 años repiten el drama y retardan nuestro ingreso al siglo XXI. En una acera, el usurpador dice que “nadie respeta a los débiles”. En la otra, el presidente Guaidó le responde sin elipsis: “(Usted) declara inconstitucional el perdonar, el sanar, el condolerse por la gente”.

Esos son los hitos intelectuales y es llegada la hora, sin duda alguna, de una era distinta para los venezolanos.

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