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Para Marisa Iturriza

¡Cloe, la gata de mis nietas terminó en mi casa! Podía haberse llamado Unamuna, como la gata de Perán Erminy, o simplemente Gata, como el gato de Manuel Caballero; pero su nombre es Cloe. Es fina, pero se orina, ensucia la alfombra y toda la casa huele mal. Luis Alfredo, un amigo mío, apenas entró comenzó a estornudar en un furioso ataque alérgico y se marchó jurando que no volvía más. (¡Cloe está haciendo que pierda a mis amistades!).

Posee elegancia y una pelambre que ya quisiera para sí Bruce Willis. Es medio persa porque la madre, siendo persa, vivía en la calle y frecuentaba gatos realengos, como ocurre a veces con algunas chicas de alta sociedad. Se le atravesó un gato aventurero y de esos amores de sucio callejón nació la sifrina Cloe. Acostumbrada a vivir en el bello apartamento de sus amas, le maravilló mi casa, sobre todo cuando descubrió no solo el jardín que la rodea sino la existencia de la calle, algo que le era totalmente desconocido. Pero la presencia del jardín, no obstante el poder de atracción que la sedujo de inmediato, resultó de relativo interés comparado con el asombro que la asaltó al descubrir la existencia del cielo. Hasta entonces, su vida de gata enclaustrada le estuvo negando la prodigiosa visión del cielo azul y las nubes y el inmenso espacio que contemplaba ahora con su amarilla, atónita y estremecedora mirada.

La vez que le abrí los vidrios corredizos de la sala para que saliera al jardín lo hizo con excesiva cautela. Husmeó el umbral largo rato hasta que quedó convencida de que afuera, en la inmediata cercanía, no existía peligro alguno. Alargó una de sus manos tentando el suelo y luego adelantó el cuerpo hasta salir totalmente. Olfateó el jardín a su aire, palmo a palmo, tal como había hecho antes dentro de la casa. Mordisqueó algunas ramitas fue recorriendo y husmeando el jardín con un deleite similar al que produce un libro atractivo a un lector ansioso.

Descubrió el jardín cuya existencia intuía desde el interior de la casa cada vez que creía verlo a través de alguna rejilla o lo veía a plenitud a través de los vidrios de la sala o del comedor. Dejó la grama y al pisar la tierra que rodea el rosal repitió la vacilación de Neil Armstrong cuando descendió del Apolo 11 y puso pie en la Luna con justificado recelo y temor. Resultó un espectáculo ver a Cloe curioseando por todos los rincones del jardín, particularmente los más intrincados o cubiertos por los arbustos. Disfrutaba el misterio de lo desconocido: detenerse, olfatear, avanzar, volver a detenerse, ponerse al acecho, en cámara lenta, con la mano izquierda medio alzada y suspendida y la mirada fija como si observara o presintiera alguna presencia enemiga; luego, como para deshacer lo que pudo haber sido para ella un mal presagio, mira de nuevo hacia el cielo y, sin lograrlo, intenta atrapar una mariposa que revolotea alocadamente sobre su cabeza; entonces, al escuchar el ruido de un motor en marcha o el paso de algún transeúnte que acierta a ver a través de la reja que protege la casa, da marcha atrás y escapa velozmente para detenerse luego, como avergonzada de su infundado temor, y para disimular vuelve a mirar al cielo moviendo el rabo y la cabeza.

No obstante su meticulosa exploración de universos hasta entonces desconocidos, no puede ocultar el asombro que le produce ver el cielo o sentir temor hacia otras personas y hacia los autos.

Envidio a Cloe porque los humanos hemos perdido la capacidad de asombro. La última vez que se reunieron el asombro y el escándalo fue en 1912 cuando el bailarín y coreógrafo Vaslav Nijinsky, más cercano a expresiones modernas de la danza que a los académicos rigores del clásico, se “masturbó” acostado sobre el velo de un ninfa en el último movimiento de l’Après-midi d’un faune y un año mas tarde la música de Igor Stravinski y la presencia nuevamente en escena de Nijinsky causaron un escandaloso revuelo con la Consagración de la primavera.

Desde entonces nada nos asombra; ni los avances de la ciencia, ni los pasos gigantescos de la tecnología y mucho menos la conquista del espacio que ha logrado la hazaña de enviar una sonda a Júpiter a ochenta años apenas de aquel espectacular vuelo sobre el Atlántico sin escalas y en solitario del Spirit of St. Louis piloteado por Lindbergh cuatro años antes de mi nacimiento. La proeza de Lindbergh no solo reveló la tenacidad humana, sino que evidenció la velocidad de la ciencia. Para decirlo de algún modo: el pensamiento aristotélico se mantuvo vigente durante siglos, pero una sonda eviada a Saturno está cruzando los espacios siderales sin haber acabado yo de tensar el arco de mi propia vida.

El prodigio de las telecomunicaciones, la genética, los descubrimientos y revelaciones cada vez más profundos de los enigmas de nuestra mente y de nuestro cuerpo tendrían que maravillarnos pero no es así: somos marionetas de una vida que creemos vivir y en lugar de encandilarnos bostezamos porque todo, incluso los maltratos a la dignidad venezolana por parte de un régimen militar autoritario, parece precipitarnos a los abismos de la banalidad.

La gata en mi jardín no mira al cielo; más bien se extasía, lo contempla, se abstrae; su mirada se pierde en la lejanía de las nubes que viajan dejando entrever el espacio azul. Mirar al cielo es precisamente lo que no hacemos; ¡es lo que hemos dejado de hacer! Lo dijo, a su manera, Eugenio Montejo en Terredad: “Tan altos son los edificios/ que ya no se ve nada de mi infancia/ Perdí mi patio con sus lentas nubes…”. Y, desdeñando las estrellas, Martirio, una de las cinco hijas rencorosas de Bernarda Alba, exclama en el tercer acto: “¡A mí las cosas de tejas arriba no me importan nada!”.

Pero a diferencia de aquel Blas Pascal que veía con temor los terribles espacios de la bóveda celeste, Cloe los contempla extasiada, intrigada y, para fortuna suya, sin sentir temor alguno. Por el contrario, cuando escudriña lo que acontece en el fragmento de calle que la reja deja entrever, se asusta, al igual que yo, con lo que ve, y corre despavorida.


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