Amanecí con ganas de añadir una subtrama a mi Novela bolivariana. Esa que escribí en julio de 2014 y fue vetada por El Universal; pero, que fue publicada en otros portales que no temieron las represalias. La verdad es que sigo sin entender por qué la censura: todo lo que escribí en aquella oportunidad, si tenía algún parecido con la realidad, no fue mi culpa. Ciertamente, el país está lleno de cuentos que inspirarían a más de una Delia Fiallo y serían la delicia de cualquier escritor deseoso de ser contratado por Univisión. Venezuela está llena de “historias arrancadas de la vida misma”. Y eso fue, exactamente, lo que me ocurrió a mí. Me inspiré y escribí el primer capítulo de la novela. ¿La recuerdan? Celina de la Rosa y Nicomedes Pintón eran la pareja romántica del momento. Bailaban, se besaban, no sentían pena de mostrar su ardiente amor. Hoy, tres años después, imagino para este nuevo capítulo que Celina y Nicomedes siguen bailando y apareciendo juntos; pero ya no con esa chispa de pasión que les encendía las emociones y los ponía a menearse al ritmo de unas congas y un bongó.

También había otros personajes que, para esa fecha, gozaron sus horas de popularidad. Disfrutaban el poder y no le temblaban las manos a la hora de derrochar billetes verdes y lujo. Pero, ¡las vueltas que dan las tramas! El curso de esta ficción los ha puesto en segundo plano y ahora solo hay unas breves referencias, populares por algunos minutos, porque los compatriotas que viven en cualquier rincón de este amplio globo terráqueo les hacen escrache en los restaurantes capitalistas donde se presentan a comer. Así pasa: hay personajes que, si comienzan a opacar a los protagonistas, son relegados y les hacen perder fuerza mandándolos de misioneros a otras naciones. ¡Después de ser, incluso, los zares del oro negro!

La vida de Diógenes Pelambre ha sido otra cosa. Es un actor de carácter, en mi novela, que ha tomado fuerza. No podemos ignorarlo porque ha sabido capear las tormentas, los escándalos y las denuncias. A lo bravucón de barrio. Gruñe, amenaza, azuza y censura. Y sigue ahí: defendiendo el legado porque no tiene más opciones. No se atreve a ir más allá de Machurucuto o la península de Paraguaná; su zona de confort, su arraigo y su pasión por lo nacional, oculta otras verdades que lo aterran y le hacen despertar gritando, en medio de la noche, porque en sus pesadillas el FBI le pone las esposas y lo obliga a vestir una braga naranja.

Pero hoy estoy inspirado para escribir otro capítulo de mi Novela bolivariana. Dentro de esta trama hay una subtrama de amor: la de Gabymar y Toto Poza; una pareja que no pegaba ni con cola loca, pero que de pronto fue trending en las revistas rosas. Aparecían juntos: ella tan morena y tan criolla; y él tan ojos verdes y caucásico. Él, galán y ella, hija del intergaláctico. Se hacían selfies, aparecían acaramelados, viajaban; se amaban ante la mirada recelosa de Celina y Nicomedes, quienes envidiaban la juventud y el desparpajo de la alocada pareja. Las candidatas al Miss Venezuela lloraban inconsolables y se preguntaban qué tenía Gabymar que no tuvieran ellas; mientras un embelesado Toto aparecía en mítines, caravanas y campañas electorales luciendo la franela del partido que fundó el papá de su doncella.

Una novela no sería melodramática si las calumnias, las maldades y las vueltas del destino no pusieran a prueba el amor… Como la espuma del café con leche, las pasiones se fueron transformando. Desvaneciéndose lentamente. Gabymar fue designada a una misión de alto calibre para la que no estaba ni nunca ha estado preparada. Agarró sus maletas –Louis Vuitton– y sus vestidos CH. Ordenó que le hicieran unas transferencias y dejó al Toto bien conectado para que el despecho no le diera por la bebida y las mujeres, sino por los emprendimientos. Y así incursionara, ya no como galán de telenovelas, sino como un gran empresario de la industria petrolera.

El divorcio geográfico que ocurre cuando las parejas tienen que vivir en países distintos siempre pone a prueba las promesas de amor. El dolor de las infidelidades, de la distancia y de los desplantes superó con creces la pasión. Los negocios de Toto no resultaron del todo como esperaba. Y comenzó a ocupar titulares, ya no por su influyente novia ni por el éxito de sus protagónicos, sino por aparecer como el responsable de unas asignaciones especiales de la moneda más codiciada en Venezuela. Algo así como 2 millones. Nada comparado con los miles de millones que, dicen algunos, quedaron en las cuentas bancarias americanas –de otros capopersoneros– congeladas por la DEA.

Su detención, la de mi nuevo personaje en la Novela boliviariana, ocurrió mientras él comía en un lujoso restaurante de Altamira, acompañado de gente vulgar, bulliciosa, mal vestida y con peores modales que, sin miedo a los precios del menú, “ordenaban sopa, seco y güisqui”, ante la cara de “vergüenza ajena” de un mesonero –con maestría en Gerencia de la UCV– que tiene que trabajar atendiendo mesas, y no como gerente de finanzas de una empresa, soportando la ordinariez de estos nuevos ricos que llegan con su dinero mal habido, prestos a “chabacanizar” el lugar.

Fin del segundo capítulo, de una novela que promete continuar…

@mingo_1

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