En el artículo 43, del capítulo III, de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, dedicado a los derechos civiles de los venezolanos, encontramos: “El derecho a la vida es inviolable, ninguna ley podrá establecer la pena de muerte, ni autoridad alguna aplicarla. El Estado protegerá la vida de las personas que se encuentren privadas de su libertad, prestando el servicio militar o civil, o sometidas a su autoridad en cualquier otra forma”.

Creo que el texto que acabo de citar es muy claro en su contenido, es preciso en la exigencia y el deber del Estado, de garantizar la seguridad de todo aquel ciudadano que se encuentre bajo su responsabilidad o autoridad; no hay espacio, ni argumento alguno para escaparse del compromiso.

Por lo que no hacerlo, ignorarlo o delegarlo, no solo es una insuficiencia, es toda una manifestación de incapacidad o de complicidad, en la cual se compromete una función que no es delegable, que no debe ni puede compartirse, porque implica renunciar a la esencia misma de ella.

Una institución del Estado con atributos de poder, cuya tarea es velar por la seguridad de los ciudadanos y la idoneidad de las responsabilidades de los poderes públicos, demanda a ultranza autonomía e independencia frente a los otros poderes e incluso subordinación en el cumplimiento de los mandatos constitucionales.

La deuda del Estado para con nuestra sociedad en la materia de la seguridad ciudadana sigue creciendo. Albán, desgraciadamente, se suma a una larga lista de suicidados y desaparecidos, víctimas del abuso de poder de los gobiernos de turno, que permiten a los servicios policiales prácticas que atentan contra el derecho a la vida de los ciudadanos detenidos.

La trascendencia y gravedad de este suceso impone recordarles a los militantes del PCV que José Gregorio Rodríguez, miembro del Comité Regional del entonces Distrito Federal, y héroe de la resistencia a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, bajo cuya responsabilidad se editaba Tribuna Popular, murió suicidado en 1963 en la sede de la Digepol, en su cuartel de Las Brisas en los Chaguaramos.

Y también citar el muy discutible suceso de la “muerte por suicidio”, en 1966, en el cuartel del Servicio de Inteligencia de las FAN, de una extraordinario combatiente, como lo fue Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica, instrumento exitoso en la lucha por la derrota de la dictadura del general Pérez Jiménez, cuyos restos hoy reposan en el Panteón Nacional, donde fueron colocados por el actual presidente de la República.

Y no puedo dejar de citar entre estos trágicos hechos la muerte de Jorge Rodríguez (padre) en 1976, papá de dos altos funcionarios de la presente administración (Jorge y Delcy), asesinado también en el cuartel de la policía política de la época, pero sobre cuya situación el gobierno manipuló la información, intentando confundir la opinión pública.

No me detendré en la lista de los desaparecidos porque es demasiado larga y se diluye la actualidad de la denuncia, que no es otra que la de alertar a los sectores dirigentes del Estado que el camino del terror no conduce a ninguna parte, es solo un despreciable y cobarde elemento de confusión y deterioro.


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