En 1949 Mao Tse Tung expulsó de territorio chino a los misioneros católicos que allí operaban por considerarlos instrumentos del imperialismo occidental. Ello coincidió con la instauración de la nueva República Popular. Desde aquellos años, las relaciones oficiales entre las dos naciones han estado algo más que rotas, han estado congeladas.

A esta fecha, nuevos acercamientos en terrenos hasta ahora insospechados hacen pensar que los dos lados están entrando voluntariamente en una etapa de deshielo. Pero aunque la voluntad pareciera estar haciéndose presente, su materialización será lenta. Las diferencias son aún inconmensurables.

Históricamente la cristiandad en China ha revestido una presencia marginal. El catolicismo ha sido y es un credo ampliamente minoritario. Es un ejercicio arriesgado decir cuál porcentaje de la población profesa la fe católica, pero si fuera apenas 1% –lo que aseguran algunos expertos– estaríamos hablando de más de 14 millones de almas. Esta cantidad justificaría cualquier esfuerzo de atención de parte del Vaticano y entre ellos la normalización de las relaciones oficiales entre la Santa Sede y el gobierno de Pekín, lo que conllevaría a una sana expansión del papado de Francisco.

Dentro del Partido Comunista chino, como parte de su estrategia de acercamiento del coloso de Asia con Occidente, se comienza también a afianzar la tesis de que gana más China abriendo una compuerta al Vaticano que manteniendo su situación de ostracismo.

Es así como de ambos lados se han comenzado a dar tímidos pasos para restañar viejas heridas sin mencionarlo explícitamente.

Hay expertos que sostienen que, desde los días de Mao, la población china ha sido educada para ser hostil con respecto a las creencias católicas a pesar de que dentro de su geografía se practica budismo, taoísmo, islam y protestantismo.

Entre las diatribas por solventar la más importante parece ser la designación de obispos. Ninguna de las dos partes reconoce los nombramientos del otro.

Algo hace pensar que la explosión de interés religioso que se observa dentro de China puede deberse al origen del ablandamiento de la posición de Xi en este tema. Sin embargo, en el seno del gobierno se esfuerzan por no dar señales de ello. En las pasadas semanas, por ejemplo, se ha vuelto a reiterar la obligación de las agencias de viajes chinas de no promover viajes a la Santa Sede. 

El otro elemento notable de fricción es la importancia que reviste para Pekín la estrecha relación del Vaticano con Taiwán, donde la feligresía católica tiene alguna significación y donde la Iglesia trabaja con ahínco en atornillar su presencia.

En todo caso, hay señales recientes de que algún acercamiento se está produciendo. Los entendidos opinan que el intercambio de obras de arte entre estas dos partes ocupa un espacio de alguna relevancia. A partir de marzo en los Museos Vaticanos y en el del Palacio Imperial de la Ciudad Prohibida de Pekín se expondrán obras de arte de la contraparte.

Así, pues, no es sencillo atar los cabos que parecieran tener significación en relación con el restablecimiento de relaciones formales entre el Vaticano y Pekín. Lo que sí es claro es que en el ánimo del pontífice un sentimiento pareciera estar ocupando su atención: no se puede hablar de una Iglesia global sin tener una presencia contundente en China.


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