En cualquier país civilizado, la conducta de los seres humanos está regulada por el derecho, pudiendo, según el caso, llegar a estar prohibida; pero la expresión (verbal o de otro tipo), en cuanto forma de comunicar un mensaje, está protegida por la ley y solo excepcionalmente puede estar regulada. Lanzar una piedra es una conducta sujeta a regulación que, en ciertas condiciones, está prohibida; pero insultar al tirano es una forma de expresión amparada por el derecho internacional, a pesar de lo que digan las leyes dictadas por el propio tirano. En una sociedad democrática, la regla es que la expresión, en cuanto forma de comunicar o transmitir ideas o informaciones de cualquier tipo, y por cualquier medio, se puede ejercer con libertad. Pero la frontera que distingue entre la conducta y la expresión no siempre es suficientemente nítida. Quien lanza una piedra al tirano está realizando un acto que tiene el propósito de transmitir un mensaje o de comunicar una idea; a la inversa, quien arenga a las masas a linchar al tirano, más que transmitir un mensaje o comunicar una idea, está actuando como el dedo que aprieta el gatillo de una pistola lista para matar.

La conducta que sirve para transmitir una idea o un mensaje ha sido calificada por la jurisprudencia de los tribunales de diversos países como “expresión simbólica”, o “conducta expresiva”. En tal sentido, durante la guerra de Vietnam, se hizo frecuente que los jóvenes estadounidenses quemaran la bandera de su país como una manera de protestar por la intervención de Estados Unidos en dicho conflicto. El gobierno consideraba que la quema de la bandera no era una forma de expresión, sino conducta que, como tal, podía ser castigada por la ley. Sometido este asunto a la Corte Suprema de Estados Unidos, esta determinó que ese acto era una forma de expresión protegida por la primera enmienda a la Constitución de esa nación. Lo mismo se puede decir del acto de quemar un carné de fidelidad política al régimen, de romper en público un ejemplar de la Constitución o de la Biblia, o de quemar la foto del primer ministro. Guste o no guste, todas esas son formas de expresión protegidas por el derecho internacional.

Mucho antes del dictum de la Corte Suprema de Estados Unidos, en distintos países, ciudadanos valientes ya se habían atrevido a quemar la foto del tirano de turno, y probablemente tuvieron que pagar caro su osadía; pero, en democracia, cualquier jefe de Estado o líder político está expuesto al juicio crítico de sus conciudadanos, por injusto que este pueda ser. ¡No hay vacas sagradas! Por eso, sorprendió el que los tribunales españoles condenaran a prisión a dos personas que quemaron en público la foto del rey que, en un claro acto de desprecio, habían colocado con la cabeza hacia abajo. Era evidente que, junto con demandar la independencia de Cataluña, lo que se estaba objetando era la institución de la monarquía y los privilegios que ella conlleva; pero los tribunales españoles determinaron que en ese acto había una injuria a la persona del rey, la cual había que castigar. Fue necesaria la intervención de la Corte Europea de Derechos Humanos para aclarar conceptos, señalar el sentido de la libertad de expresión como valor irrenunciable en una sociedad democrática, y enmendar la plana a los tribunales españoles.

Independientemente de cuáles sean los medios utilizados para ello, la forma como los ciudadanos valoran a sus gobernantes nunca es un delito de odio, sino el ejercicio de sus derechos políticos. La libertad de expresión está diseñada para proteger la difusión de informaciones e ideas que pueden chocar u ofender a algunos, pero que son parte del debate político y del pluralismo propio de una democracia. Por supuesto que, en dictadura, las reglas son otras.


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