El régimen encabezado por Nicolás Maduro mata sin horario. Lo hace en todo el territorio nacional, de día o de noche. El proceso que consiste en despojar de vida a los venezolanos es permanente. Y para ello hace uso de los más diversos métodos, cuyos resultados se constatan a distintas velocidades.

El método que alcanza a un mayor número de víctimas es, sin duda, el hambre inducida. A lo largo de dos décadas, Chávez primero y a continuación Maduro construyeron un modelo económico, hoy en pleno apogeo, que funciona sobre dos premisas: hambre e hiperinflación. De forma simultánea, liquidaron el valor de la moneda –redujeron a la nada el poder adquisitivo– y extendieron entre millones de familias venezolanas la práctica de comer cada vez menos, cada vez peor, cada vez de forma más esporádica. En el diseño de esta perversa y gigantesca operación, que tiene entre sus gloriosos antecedentes las hambrunas provocadas por Stalin y Mao, ha contado con la participación de asesores del castrismo y de Podemos.

Del plan de convertir a Venezuela en un Estado de hambre nada ha escapado: se acabó con el Programa de Alimentación Escolar, se expropiaron fincas productivas y empresas del sector agroindustrial para arruinarlas, se han creado, una tras otra, entidades para hacer imposible la adquisición y distribución de alimentos, se han arrasado los presupuestos que, hasta 1998, permitieron el funcionamiento de comedores y servicios de alimentación en hospitales, orfanatos, centros de la tercera edad, cárceles y otras instituciones. Una realidad que está por reportarse y fotografiarse: las miles de cocinas industriales que, en todo el país, están hoy en condiciones inservibles, oxidadas y mugrientas.

El más significativo logro de la revolución bolivariana en su propósito de imponer una dictadura se expresa en la politización del derecho de comer: el carnet de la patria y los Comités Locales de Abastecimiento y Producción que, en concreto, actúan bajo la más implacable lógica de la extorsión: acceso a bolsas de comida a cambio de lealtad política. El sistema CLAP es el más extendido método de humillación y sumisión de la sociedad venezolana.

Tiene la hambruna inducida una ventaja: mata lentamente sin que sus víctimas se sumen a las estadísticas de muertes violentas. Las personas –especialmente los niños y los ancianos– adelgazan, pierden su masa corporal, se debilitan, se enferman y fallecen. La estructura de muerte funciona a la perfección: cuando el ciudadano aquejado busca la acción de los servicios de salud, no la encuentra. Así las cosas, el enfermo se convierte en una especie de náufrago: solo, perdido, huérfano de la atención sanitaria a la que tiene derecho.

Para contribuir a esta política de la muerte, el régimen realizó antes una de sus más impecables operaciones: destruyó el sistema de salud. Una visión en perspectiva de lo ocurrido muestra los múltiples factores que se pusieron en juego: politizaron el funcionamiento y las operaciones hospitalarias; persiguieron a médicos y paramédicos, que por miles y miles escogieron huir del país; tomaron las medidas justas para crear situaciones de extrema escasez de medicamentos e insumos hospitalarios; importaron de Cuba, no a profesionales sino a piratas del ejercicio médico; estimularon el regreso de enfermedades que habían sido erradicadas y que han adquirido proporciones de epidemias; concentraron los sistemas de compras de manera de convertirlos en eficaces procedimientos para la corrupción; se hicieron compras milmillonarias de medicamentos de mala calidad o de medicamentos falsificados; destruyeron o se robaron el parque de ambulancias; saquearon las despensas de los centros de salud; crearon su propia fábrica de incompetentes con el nombre de médicos comunitarios; permitieron que los centros hospitalarios se convirtieran en guaridas de mafias y bandas delictivas; y, si mi cuenta es correcta, en 2 décadas el llamado Ministerio de la Salud ha tenido, léase bien, 17 ministros, uno de los más abultados carteles de un Poder Ejecutivo especialista en nombrar a ignorantes y ladrones como ministros.

Al doble procedimiento, insaciable y de regularidad sostenida, de matar por hambre y enfermedad, se suman decenas y decenas de otros métodos, más evidentes y cotidianos: matan a miles de ciudadanos indefensos, entre 25.000 y 30.000 al año, a manos de los delincuentes que mantienen bajo control las ciudades y pueblos del territorio venezolano. Mueren conductores y pasajeros de vehículos en autopistas llenas de baches, sin iluminación ni señalización, en accidentes mortales e incapacitantes. Mueren personas hambrientas tras ingerir alimentos venenosos –como la yuca amarga– desesperados por el hambre. Mueren los pacientes en quirófanos y salas de terapia intensiva como consecuencia de las amplias y reiteradas fallas del servicio eléctrico. Mueren las personas por la inexistencia de servicios de ambulancia y atención a las emergencias. Mueren familias enteras, arrastradas por el lodo y las aguas, en los días de lluvia. Mueren miles y miles de personas por falta de medicamentos e insumos para las enfermedades crónicas como las diabetes, la tensión arterial, las cardiopatías, el cáncer, el VIH y otras. Mueren los indígenas venezolanos azotados por epidemias. Mueren inocentes que viven en los barrios del país, abaleados por las luchas entre bandas o por operativos de cuerpos policiales o militares que disparan de forma indiscriminada. Mueren las víctimas de las operaciones a cargo de sicarios. Mueren en sesiones de tortura ciudadanos como Fernando Albán. Mueren los presos políticos a los que se niega atención médica. Mueren miles y miles de venezolanos bajo el yugo de un régimen que odia la vida.


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