Tengo por costumbre revisar las efemérides de la semana a ver si encuentro con un punto de partida a mis divagaciones dominicales. Así descubrí que un  día como hoy,  6 de mayo de 1830, jueves para más señas, se instaló en Valencia el Congreso Constituyente que dio origen a la República de Venezuela, poniendo fin a la utopía gran colombiana y otorgando al general José Antonio Páez la presidencia y paternidad de esta patria,  víctima permanente de la codicia de caporales uniformados que, desde sus balbuces primerizos como nación independiente, hicieron de su territorio hacienda particular  y de sus habitantes sumisa masa sujeta a sus antojos, ¡viva el pueblo!

La fecha, para bien o para mal, debería incluirse en los textos escolares que cuentan la historia como si fuese una película, especialmente la escrita bajo la inspiración de esa suerte de hibridación de Heródoto y Eduardo Blanco llamada Hugo Rafael Chávez Frías. Penúltima actualización del caudillismo ordinario, el redentor barinés imaginó un pasado acorde a su mitomanía, validando con el ejemplo la tendencia a “fabricar verdades”, distintiva del populismo, tal señala el mexicano Enrique Krauze –¡ahí viene López Obrador!–, historiador, escritor, periodista y director de la revista Letras Libres, en su Decálogo del populismo.

En el catálogo de leyes que rigen el demagógico desempeño de los Chávez de este mundo, Krauze postula como el último y no menos importante de los principios normativos de su modo de dominación el desprecio a la institucionalidad democrática y la obsesiva determinación de aniquilarla. El populismo, sostiene, “abomina de los límites a su poder por aristocráticos, oligárquicos y contrarios a la voluntad popular”. Y advierte que, sobre la base de una “naturaleza perversamente ‘moderada’ o ‘provisional’, no termina por ser plenamente dictatorial ni autoritario y, por eso, alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público”.

En Venezuela, el castrochavismo –hacemos caprichoso uso del prefijo castro en referencia, claro está, al castrismo fidelista, pero también a la condición militar (castrense) del régimen– dio un excepcional giro a la tuerca populista, pues una vez atornillado en la silla presidencial, el galáctico eterno extendió su provisionalidad hasta 2021, cuando la revolución bolivariana habría consolidado las bases del socialismo del siglo XXI. Enrumbado con desaforada cháchara, y bailando al son cubano, hacia el ilusorio porvenir que pondría al venezolano a nadar en el mar de la felicidad, la parca se le atravesó en el camino y cedió el turno a un bateador emergente de exiguo average y escasa profundidad. Con su mediocre desempeño, precipitó la conversión de los adjetivos socialista y bolivariano en sinónimos de ineficiencia y corrupción. Nicolás Maduro es responsable de una catastrófica gestión caracterizada por la militarización de la administración pública y la instauración del manguareo como paliativo de  males de su absoluta responsabilidad –apagones, sequía, corralito bancario–, debidos, dice escurriendo el bulto, a conjuras fraguadas por los enemigos habituales –el imperialismo, las oligarquías criolla y colombiana, Macri, Rajoy, Almagro, el Grupo de Lima–; ayuno de verbo y carisma, pero sobrealimentado de arrogancia, desafía a la comunidad internacional en primoroso lenguaje floral –“¡Qué carajo me importa lo que diga Europa, qué carajo me importa lo que diga Washington!”–, e insiste, apoyado más en la Fuerza Armada que en el partido, en perpetuar la agonía  nacional con un  modelo corporativo de corte  fascista cocinado en los fogones de la ANC. La opción contraria es la deprimente  ortodoxia falconiana, otro plato duro de tragar servido en la misma salsa militar.

A todas estas, continúa el despilfarro; temeroso de que le ocurra como Abundio, quien organizó una carrera unipersonal y llegó de segundo, el metrobusero decretó bonificaciones y aumentos al ojo por ciento sin evaluar consecuencias, en sintonía con el 4° precepto del decálogo aludido: “El populista usa de modo discrecional los fondos públicos. No tiene paciencia con las sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su patrimonio privado (…) tiene un concepto mágico de la economía: para él todo gasto es inversión”. Invierte Maduro en su reelección, raspando la olla del asistencialismo improductivo, acelerando el ritmo de la hiperinflación y condenado el bolívar fuerte a su desaparición a fin de ser remplazado por el “soberano”, en un acto de prestidigitación monetaria destinado fatalmente y sin remedio a un fracaso del tamaño de la nueva denominación.

Hace 50 años París era una fiesta. No a la manera de los locos años vividos por la generación perdida, descritos por Hemingway (A Moveable Feast, 1964) y cinematografiados a su aire por Woody Allen (Midnight in Paris, 2011), sino por la explosión de creatividad mediante la cual la juventud francesa clamaba por elevar la imaginación al poder y pretendía se prohibiera prohibir: un levantamiento estudiantil que soliviantó a la clase obrera y desconcertó a la izquierda oficial, esa que en Caracas, por órdenes de Moscú, estigmatizó a Teodoro Petkoff  y su libro Checoeslovaquia, el socialismo como problema (1969), y acabó lamiendo las botas de Chávez. Sí, hace medio siglo, un hervidero de consignas, a cuál más delirante, puso en jaque al general De Gaulle y develó el conformismo burocrático de los partidos comunistas alineados con la URSS. Y, aunque las protestas y movilizaciones no condujeron a la toma del poder, batuquearon la corrección política y movieron el piso a las buenas conciencias. Todavía hoy tenemos mucho que aprender de lo que no fue una revolución, pero sí algo más que una revuelta (Edgard Morin dixit). Se trató de un revolcón que tuvo en la irreverencia un eficiente motor de agitación social y podría ser ejemplo a seguir por los abstencionistas del patio para entorpecer el simulacro del 20 de mayo, día del publicista, de la meteorología y de las abejas. ¿Cómo? Acudiendo a los centros de votación con pancartas alegóricas a esas conmemoraciones y munidos de ampollas de ácido sulfhídrico, a fin de hacerlas estallar y con sus efluvios provocar la estampida, tanto de los electores, que serán pocos, cuanto de los miembros de mesas, que les superarán en número, huyendo, ¡fo, se tiraron un peo!,   del nauseabundo olor a podrido, propio del avanzado estado de descomposición del régimen. Sería un acontecimiento inolvidable por impregnar la atmósfera del mes de la cruz, de las orquídeas y de las madres de un aroma ajeno a su esencia primaveral: el aroma del rechazo… y de las cagantinas que también son de mayo.

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