A Patricia Guzmán y su almendro florido

Flores y frutos, bellezas del mundo, para poder soñarlas bien, hay que decirlas y decirlas bien. El soñador de objetos encuentra solo los acentos del entusiasmo efímero. Qué apoyo recibe cuando el poeta le dice: “has visto bien, así que tienes derecho de soñar”. Luego, escuchando la voz del poeta, entra en el coro de las “celebraciones”. Escuchemos a Rilke “celebrar” la manzana, en Sonetos a Orfeo:

Atrévete a decir lo que llamas manzana. Esta dulzura, que primero se condensa para lograr una dulzura en el sabor, y lograr claridad al despertar, la transparencia, convertirse en una cosa de aquí, que significa el sol y la tierra.

El traductor de estos versos se encontró ante tal condensación de poesía que tuvo que dispersarse un poco en nuestro lenguaje frondoso, pero los centros de concentración permanecen. La dulzura “dibujada en el gusto”, concentre una dulzura del mundo. El fruto que se sostiene en la mano da promesas de su madurez. Su madurez es transparente. Madurez, tiempo ahorrado en beneficio de una hora. Cuántas promesas en un solo fruto que se reúne en un doble signo del cielo soleado y de la tierra paciente.

El jardín del poeta es un jardín fabuloso. Un pasado de leyendas abre mil maneras de soñar. La manzana celebrada por el poeta es el centro de un cosmos donde uno debe vivir, donde uno seguramente vivirá. Todos los frutos del manzano son soles nacientes, dice otro poeta, Alain Bosqet para “celebrar” la manzana.

En otro Soneto a Orfeo, es la tormenta el entro es el centro mundo, un centro de dinamismo que transmite movimientos de, frenesís, exuberancias, puesto que la máxima de la vida que nos propone Rilke está aquí:

Baila, manzana. El paisaje más cálido, ¡proyéctala hacia afuera, que ella irradia madurez en los aires de su país!

Son las muchachas las que deben “bailar la manzana”, ligereas como perfumes. ¡Los perfumes! Recuerdos de la atmósfera natal. La manzana, la naranja son, para Rilke, como lo dice de la rosa, en su Soneto Nº VI, parte II (Sonetos a Orfeo, Cátedra, Madrid, 2004). “Una sola rosa es todas las rosas, y es esta: el irremplazable, el perfecto, el dócil vocablo, que encuadra el texto de las cosas”. Al ser objetos inagotables son, sin dudas, signos del objeto que el ensueño del poeta hace emerger de su inercia objetiva. El ensueño poético es siempre nuevo ante el objeto al que se apega. De un ensueño a otro, el objeto ya nos es más el mismo, se renueva  y esta renovación es un renacimiento del soñador.

El germanista y crítico Joseph François Angelloz hace un extenso comentario del soneto que “celebra” a la manzana. Este autor lo coloca bajo la inspiración de Paul Valéry en su, L’âme et la danse (la bailarina es el acto puro de las metamorfosis); este es un diálogo modelo Platón entre Erixímaco, Fedro y Sócrates en el que el primero suplica a Sócrates que le proporcione el espíritu, el verso, la idea a costa de morir; Fedro dice que piensan comer y beber, entonces Erixímaco pregunta a Sócrates: “¿Qué dicen tus labios, querido Sócrates?”. Y el filósofo responde inmediatamente: “Me dicen dulcemente: el hombre que come es el más justo de los hombres…”. Valéry  también lo pone bajo el signo de las páginas que André Gide escribió en Les nourritures terrestres sobre “La ronde de la grenade”. La granada militar, explosiva. A pesar de su punto intempestivo, la granada, como la manzana, como la naranja, es redonda.

Mientras más redonda es la belleza de la fruta, está más segura de sus poderes femeninos. ¡La redondez es femenina! Y los dioses la recrearon en la mujer. ¡Cuánto redoblamiento del placer para todos nosotros, cuando estos ensueños los soñamos en ánima!

De todos modos, cuando uno lee tales poemas se siente en un estado de simbolismo abierto. El inmóvil heráldico solo puede conservar valores estéticos obsoletos. Para soñar bien, hay que ser infieles a los emblemas. Ante la flor, ante la fruta, el poeta nos eleva al nacimiento de la felicidad. Y precisamente Rilke encuentra en ellas “la felicidad de la infancia eterna”:

Mira las flores, las fieles de la tierra de aquel que las llevaría en la intimidad del sueño y que dormirían profundamente con las cosas. O volvería la luz, diferente frente al día diferente, la profundidad común.

Sin dudas, para lograr la gran renovación habría que llevar las flores a nuestros sueños nocturnos. Pero el poeta nos enseña que ya en el ensueño las flores se ordenan en imágenes caleidoscópicas. No simplemente imágenes sensibles, colores y perfumes, sino imágenes del hombre, la delicadeza de los sentimientos, el calor de los recuerdos, ofreciendo tentaciones, todo lo que puede florecer en un alma humana.

Visionario más allá del horizonte supraceleste, John Done (1572-1631), memorablemente escribió: Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

Tantas tareas a menudo contradictorias entre lo que concentra al ser y lo que lo exalta. Tal vez entre un mundo de frutas y de flores nos sea posible eludir la vida en el centro del asco, a ese monstruo delicado –¡el hastío! – que, como nos decía Baudelaire, tú conoces, hipócrita lector, mi semejante, ¡mi amigo!


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