No hace falta ser abogado o versado en leyes para entender, a diferencia de políticos togados, que un nuevo pacto social que toma cuerpo en una constitución solo puede ser la expresión de la manifiesta voluntad popular que, en un denominado momento, acuerda convocar a un proceso Constituyente.

Solo en un acto libérrimo y trascendente el pueblo “puede convocar una asamblea nacional constituyente con el objeto de transformar el Estado, crear nuevo ordenamiento jurídico y redactar una nueva constitución” (artículo 347). Otra cosa es la iniciativa para ello, que no puede confundirse con la convocatoria que, lógicamente, exige un referéndum como forma de expresión y consulta, por el voto universal, directo y secreto del pueblo, a los fines de que se lleve a cabo el llamado y se pronuncie sobre las bases que regirán la asamblea.

La fiscal general de la República, precisamente, asumiendo a plenitud sus funciones y como guardián de la legalidad, ante la nueva decisión de la inefable Sala Constitucional que avala la arbitrariedad de una convocatoria que usurpa las funciones del pueblo y desconoce su condición de depositario del poder constituyente originario, ha planteado ante la propia sala la exigencia de aclarar la necesidad de la consulta popular, vía referéndum, precedente de 1999, en línea de progresión y reivindicación de la democracia participativa y protagónica, lo que ha sido desconocido y exige que sea aclarada una decisión que, a todas luces, se coloca al margen de la carta magna.

Pero el problema no puede quedarse en un planteamiento jurídico, ni mucho menos resolverse en instancias judiciales convertidas en brazo ejecutor de un régimen colocado a espaldas de la ley.

Tenemos que reclamar por nuestros derechos como ciudadanos y además, como es lógico, preguntarnos si una constituyente contribuirá a enfrentar la gravísima crisis que vivimos.

No se puede seguir engañando a la colectividad con las consabidas, desgastadas, inútiles y falaces consignas de la guerra económica, el desacato, el diálogo y, ahora, la poción mágica de una constitución que nos traería unión, progreso, cambio, rectificación y remedio infalible para todos los males que padecemos a diario.

El hambre y la desnutrición de nuestros niños, la carencia de medicamentos, la falta de atención a la salud y la violencia impulsada por la impunidad no se resuelven con una nueva constitución, que pretende imponerse con la fuerza de los hechos, ahora en terreno abonado por la más cruda represión que persigue cercenar el derecho a la protesta ciudadana.

El país entero, incluyendo a quienes son partidarios del gobierno y no quedan cubiertos por el manto del poder que los mantiene alejados de las penurias diarias, demanda un cambio de rumbo pacífico, firme y decidido que nos devuelva el derecho de vivir en paz y en democracia.

Este cambio nada tiene que ver con la nueva consigna repetida hasta la saciedad de una “constituyente”.

El mamotreto que pretende armarse con el aval del CNE, de la Sala Constitucional y del tren oficialista es la más burda maniobra contra la Constitución y consuma la ruptura del orden republicano, mediante la “constitucionalización” del plan de la patria ya vigente mediante decretos-leyes y espurias sentencias que han subvertido los principios fundamentales de un Estado de Derecho y de Justicia.

La propuesta ilegítima debe ser rechazada por el pueblo, al que le ha sido arrebatado el poder exclusivo de convocar una asamblea nacional constituyente, expresión de su incuestionable soberanía, según mandato del texto constitucional que estamos obligados a respetar y a preservar en su efectiva vigencia.

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