Desde Venezuela es más tentador que nunca antes mirar atrás, al final del largo ciclo autoritario latinoamericano que en buena medida coincidió con el de la última fase de la Guerra Fría, para buscar claves sobre lo que internacionalmente complicó y lo que facilitó el inicio de la ola democrática regional y su protección. En ese mirar atrás no puede perderse de vista el tablero geopolítico mundial, entre el peso que para el inicio del ciclo autoritario tuvo el anticomunismo de los regímenes de fuerza que se extendieron por casi todo el continente y las manifestaciones tanto tempranas como tardías de la confrontación Este-Oeste en la cuenca del Caribe, con Cuba como su más vieja y perdurable evidencia. Pero también evidencia, junto con los demás regímenes de fuerza y con el añadido totalitario castrista, de otra dimensión: la del ejercicio arbitrario del poder, desbocado, represivo y defensor a conveniencia del principio de no intervención.

En el final de ese ciclo autoritario –del que se salvó el régimen cubano, siempre incapaz de sostenerse a sí mismo, al eliminar, empujar al exilio y sofocar opositores, y al sustituir la renta soviética por la venezolana– pesaron condiciones que, en grueso, pueden resumirse en pérdida de legitimidad interior e internacional de los regímenes de fuerza, decreciente capacidad material para responder a las necesidades de la gente en medio de un cuadro general de decrecimiento (el de la llamada “década perdida”), desconfianza de aliados internacionales y fracturas institucionales y políticas dentro del régimen. A ello se sumaron en pocos casos, breve e inconsistentemente –en el Cono sur y Centroamérica– restricciones y sanciones de Estados Unidos. Aunque en general, sobre esas mismas condiciones, las transiciones en el istmo centroamericano –en los casos de Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua–, fuertemente internacionalizadas como escenarios de la llamada entonces “nueva Guerra Fría”, fueron particularmente violentas y su normalización democrática, su sostenimiento y su gobernabilidad fueron más complicados.

Es tan fácil como engañoso buscar lecciones en lo esencialmente común a la vez que particular de estos dos conjuntos de transiciones. Con todo, parecen útiles algunas reflexiones sobre el grado y el papel de la internacionalización de las crisis y su salida.

En Venezuela, la inevitable internacionalización de la crisis fue propiciada por la política de apertura del régimen a alianzas autoritarias y vínculos cada vez mejor documentados con actividades y actores ilícitos, así como por las inocultables y condenables acciones y omisiones con las que ha alentado la emigración forzada de millones de personas. De allí también que el acompañamiento y apoyo internacional a la causa democrática se haya vuelto tanto inevitable como indispensable para hacer posible la transición democrática en Venezuela, al punto de que la solución de la crisis depende en medida sustancial de negociaciones internacionales entre actores con valores e intereses tan diversos como Estados Unidos, Rusia, China y la Unión Europea.

Un rasgo interesante a rescatar de la memoria de transiciones previas es entonces la consideración de su grado de internacionalización y el modo como fue lograda su estabilización que, inevitablemente, supuso arreglos internacionales y apoyo multilateral extracontinental, pero también iniciativas y apoyos regionales.

Dejando por fuera los casos de Grenada y Panamá, que por las fuentes y naturaleza de su internacionalización merecen consideración aparte, surgieron iniciativas subregionales y regionales que contribuyeron a colocar las crisis en el camino de la construcción de democracia: primero con el Grupo de Contadora, luego con la facilitación de los Acuerdos de Esquipulas y, hemisféricamente, tras las crisis de Perú (de 1990 y 2000) y los golpes fallidos en Venezuela (1992) y Guatemala (1993), con el refinamiento de los principios y procedimientos democráticos interamericanos, los acuerdos subregionales de integración, y un cada vez más cuidadoso escrutinio continental en materia de derechos humanos.

Sobre esos finales cercanos con sus estelas más y menos exitosas, en lo que puede ser relevante para Venezuela, no hay duda de que la dimensión internacional es de enorme peso e incluye la combinación de presiones y persuasión en muchos ámbitos y entre contrapartes que por diferentes razones tienen el caso en su agenda. Para que el balance de sus intereses sea favorable a la transición democrática, es clave el papel activo y coherente de los vecinos cercanos, como parte de la comunidad internacional democrática cuya solidaridad, acompañamiento y apoyo sostenido son esenciales, no solo en medio de las urgencias de la crisis que tanto los afecta, sino en adelante.

Esa disposición se lee en la secuencia de informes, posiciones y propuestas dentro del Sistema Interamericano y, de modo más específico, en las posiciones e iniciativas del Grupo de Lima, especialmente en sus declaraciones del 4 de enero, del 13 de enero ante la detención arbitraria de Juan Guaidó, del 23 de enero y las del 4 de febrero (que incorporó a los representantes del gobierno interino) y el 25 de febrero. Son valiosas por la claridad del diagnóstico (que denuncia ante el mundo “al régimen ilegítimo de Nicolás Maduro por estar sometiendo intencionalmente a los venezolanos, y en particular a la población más vulnerable, a una sistemática privación de alimentos y medicinas, y de acceso a servicios básicos, para asegurar su permanencia en el poder”), por el compromiso regional y extrarregional (“en favor de la transición democrática y la reconstrucción institucional, económica y social en Venezuela”, profundizando en las modalidades de presión diplomática, política y económica) y por las medidas concretas que anuncia, para lo inmediato y como iniciativas para hacer material e institucionalmente factible y sostenible el tránsito a la democracia.

Bien conocido regionalmente es que el origen de la crisis y su desbordamiento internacional es el ejercicio arbitrario del poder, de modo ineficiente, inconstitucional, represivo que para mantenerlo así defiende a conveniencia –y en perjuicio de los venezolanos y la convivencia internacional– el principio de no intervención. En el pulso internacional sobre el caso venezolano, una coherente y consistente posición democrática regional es clave para apoyar el esfuerzo nacional que haga del venezolano un final muy cercano y, también internacionalmente, aleccionador.

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