Piensan algunos, quizás ayunos de serena y objetiva reflexión, que la avanzada de la izquierda radical en las últimas dos décadas hispanoamericanas ha llegado a su fin. Otros, por el contrario, anticipan un simple repliegue de quienes ahora confrontan los efectos de sus políticas públicas enteramente desacertadas, el culto al Estado que de suyo profesan los ideólogos de esa tendencia, la asfixiante regulación de toda actividad productiva o el reparto clientelar de privilegios y beneficios a las clases populares.

No hay duda de que las derrotas electorales del chavismo venezolano en diciembre de 2015, del kirchnerismo en la Argentina ese mismo año, a las cuales se añade el proceso político que envuelve al Brasil de los últimos tiempos, han obligado a los movimientos más radicales de la región a pasar de una ofensiva resuelta y sin duda exitosa por varios lustros a una posición defensiva de lo indefendible: el estatismo no es viable como propuesta para afrontar y resolver los retos que impone la dinámica económica, menos aún garantiza el logro de un estado de bienestar colectivo, ni un reparto equitativo de la riqueza. Lo que hemos visto en estas casi dos décadas de tiempo y oportunidades perdidas no pasa de ser un fiasco, una prueba más del fracaso del fundamentalismo que presumía ser alternativa de dignidad ciudadana, de acierto y honestidad en el manejo de los asuntos públicos.

Asistimos pues a un estancamiento de tales tendencias políticas, incluso a un retroceso territorial, pero ello en modo alguno debe asumirse como “fin de la historia”, para utilizar aquella temeraria frase de Fukuyama, que en su momento resultó tan polémica. Las acciones de movilización colectiva, el redoblado refuerzo de la vía electoral y en casos como el venezolano, la activación de factores nugatorios de la institucionalidad democrática, son expresiones de ese empeño defensivo de una corriente política que se autoproclamó invencible e irreversible en el tiempo, que prescindió del concepto de alternabilidad en el ejercicio de la función pública, del genuino acuerdo político como fundamento de la gobernabilidad, de la transparencia en el manejo de los recursos del Estado y la debida rendición de cuentas a quienes están llamados a ejercer un verdadero control fiscal. Pudiéramos hablar de un fin de ciclo de las izquierdas más radicales del continente, pero no de su completa extinción; son perseverantes y obstinadas, sobre todo aquellas que no aprenden ni olvidan –la izquierda borbónica que refería Teodoro Petkoff en uno de sus esclarecedores ensayos–.

Las fuerzas políticas contrarias han venido haciendo su trabajo con mayor o menor eficacia. Siempre que sobrevivan las instituciones a los tiempos convulsos e irreverencias de la izquierda más radical, será posible afianzar algún curso de alternabilidad razonable, dentro del orden constitucional, que es lo deseable. Lo hemos visto, es posible alcanzarlo y es la forma civilizada de avanzar en estos procesos de cambio político. En otros casos es más difícil, por decir lo menos, y ello exige la presencia de factores que posibiliten el cambio, sin que ello justifique llegar a extremos en el uso de la violencia; la democracia siempre tiene sus propios recursos y la fuerza necesaria para superar los problemas que se le plantean.

Pero, ¿adónde nos lleva esta discusión? Si los radicales de izquierdas seguirán activos y no cambiarán su modo de ser y de pensar y si además volverán a postularse con posibilidades de éxito y con derecho propio, a los cargos de elección popular, aun cuando tal y como hemos visto hasta ahora continúen abrigando propósitos de cambio no consensuado del pacto social, ¿qué están haciendo o qué proponen los abanderados de alternativas más moderadas y genuinamente democráticas? Si las izquierdas radicales se abrieron espacio en la cultura, en los medios y en la academia, ¿qué han hecho los moderados para lograr un balance sensato en esa misma extensión del quehacer humano? Si los gobiernos fallidos de la región insisten en proclamar como apetecibles los logros del socialismo extremo, ¿qué hacen los demócratas esenciales, los legítimos empresarios, los naturales defensores del libre mercado, para resaltar los méritos de sus propuestas y realizaciones tangibles? El contraste no puede ser solo discursivo ni llevarse a cabo únicamente en el plano de las ideas; hay hechos reales y experiencias que es preciso confrontar si queremos marcar diferencias. No estamos negando el mérito de esfuerzos aislados o de alianzas sutiles; tienen sus merecimientos, pero no logran impulsar el cambio esperado por muchos, no terminan de animar al ciudadano común.

Hablar con tan pasmosa superficialidad de un “fin de ciclo” de radicalismos de izquierdas en Hispanoamérica, creer que las naciones y los pueblos están finalmente a salvo de los quehaceres y locuras de unos cuantos ideólogos que fingen ser redentores de los menos favorecidos, confiar sin reservas en postulados extremos de sentido contrario a los que proponen los revolucionarios progresistas no asegura el curso hacia un mejor estado de cosas. Nos es dado fomentar modelos de tolerancia y entendimiento, sin dejar a nadie por fuera, naturalmente exigiendo responsabilidades a quienes corresponda afrontarlas. Planteamientos originales, creativos, actuales, que motiven realmente a los ciudadanos; no todo se resume en lo electoral ni en la simple y reiterada denuncia. Lo primero es entonces comprender dónde realmente estamos parados y, a partir de ese grado de conciencia, actuar e impulsar esa opción alternativa que definitivamente abriría un nuevo horizonte.


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