La RAE, y también la Fundéu, recomiendan el uso de la palabra “destripe” en vez del anglicismo spoiler para referirnos a la (ahora considerada mala) costumbre de contar el final de una historia o partes fundamentales de esta, porque podría ser contraproducente para el placer de los que aún no la han visto o leído.

Desde hace ya demasiado tiempo esta tácita prohibición que solemos encontrar en resúmenes de libros o películas (“alerta: spoiler”) me ha hecho sentir incómodo y hasta hace poco no había entendido, o reconocido, por qué. Pero esta mañana he leído un tuit que Jorge Carrión escribió el 11 de enero pasado, y ha corroborado aquello que he venido intuyendo: “Al principio de la Ilíada, Homero nos cuenta que Aquiles morirá y que los troyanos perderán la guerra, porque quienes escuchaban el poema sabían cómo acabó el asedio y por qué el spoiler solo puede arruinar una mala historia: en las buenas importa el cómo, no el qué”; y más o menos en sus palabras vi reflejada la opinión que me merece ese miedo a revelar el final, a destripar la anécdota de una historia.

Edipo se saca los ojos cuando se entera de que ha matado a su padre y se ha reproducido con su madre; Edmundo Dantés se venga cruelmente de todos los malvados que le han hecho daño; Ana Karenina se suicida, también Romeo y Julieta lo hacen; doña Bárbara no puede matar a Marisela; el último Buendía tiene cola de cochino; Terminator se sacrifica para salvar al joven John Connor y Albertico Limonta al final es feliz: ¿qué problema hay al contar la resolución de las peripecias de los personajes si no es cómo termina sino cómo se cuenta lo que nos mantiene pegados a la historia?

Quizá en las tramas policiales sea más necesario mantener oculta la resolución del enigma, pero justamente porque se trata de la resolución de un enigma; sin embargo, Los crímenes de la calle Morgue no deja de ser una lectura sorprendente aunque ya sepamos que fue un mono el que mató a las pobres mujeres, ni La cruz azul deja de ser un cuento fundamental de la narrativa policial solo porque sabemos de antemano que el padre Brown es quien engaña al policía Valentin y al delincuente Flambeau, ni El nombre de la rosa deja de ser una novela deliciosa porque sepamos que es Jorge de Burgos quien envenenó la Comedia de Aristóteles para que nadie que la leyera pudiera revelar sus secretos.

Tal vez, me pregunto, sea en las historias de misterio o de terror  sobre las que haya que guardar discreto silencio, pero de inmediato niego la mayor cuando pienso que Drácula hay que leerla y releerla aunque sepamos que el conde muere al final, pues de allí podemos sacar toda clase de enseñanzas y El resplandor no deja de ser una novela (y una película) perturbadora tan solo porque sepamos que Jack Torrance muere congelado tratando de matar a su familia, poseído por la maldición del hotel donde pasa el invierno.

No. Revelar el final, o la trama, de una buena obra literaria, teatral o cinematográfica no la estropea ni frustra el placer que nos aguarda en ellas; eso solo puede ser posible en mentes aniñadas que apenas entienden el ¡bú! por respuesta. Y pienso que hay que devolverle el sentido natural a la vida en esta sociedad que vamos viviendo más o menos buenamente: el ser humano va de la infancia a la adultez, no al revés; no podemos dejar que todo se contamine de la ñoñería de los que no quieren terminar de madurar porque es más fácil la muelle irresponsabilidad del infante. Por mi parte, me sumo al mundo del destripe y agrego la palabra “espóiler” a mi diccionario, y el que venga atrás, que arree: el lobo se come a la caperucita y luego lo destripan, Blancanieves muere después de morder una manzana envenenada y a continuación la revive el príncipe con un beso, don Quijote se muere en su cama al final, el Niño Jesús no trae los regalos y los reyes magos son los padres. Y si usted, lector adulto, no quiere que sus hijos pequeños sepan estas terribles verdades antes de tiempo, no los deje leer esta columna. Y a sus menores de edad de 30 años de edad, tampoco. Tarajallos.


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