En el bosque de Ravenswood, cerca del castillo de Lammermoor, Lucía menciona al fantasma de la mujer asesinada en un acceso de celos y arrojada al estanque por su amante, el primer Ravenswood. Más tarde, devastada por la locura, Lucía vuelve a mencionar al fantasma en “Il dolce suono”, la famosa aria que inmortalizó no solo a Gaetano Donizetti sino a todas las sopranos que han asumido la difícil complejidad de Lucía y sus trágicos amores con Edgardo el actual señor de Ravenswood despojado de sus propiedades por Enrico Ashton, el odioso hermano de Lucía.

Se trata de un fantasma, célebre como muchos que recorren los sombríos castillos medievales, las tenebrosas mansiones del cine gótico o languidecen en las mejores páginas de las novelas de misterio. Seres espectrales que arrastran cadenas tras las murallas construidas en lo más alto de unas cumbres borrascosas para que una vieja ama de llaves igualmente espectral descienda a medianoche por la escalera, con los retratos de los antepasados en las paredes, llevando en la mano una palmatoria mientras se escucha a lo lejos el aullido de los lobos. Sombras, destellos, ectoplasmas, alguna luz blanca e intensa. Se dice de los que mueren disgustados o a traición que sus almas no abandonan el mundo y se complacen en atormentar a los culpables de sus desgracias.

¡Pero no es así! Los fantasmas son inofensivos y se estima que conviene ayudarlos a que se marchen en paz; en lugar de temerles deberíamos más bien cuidarnos de los vivos, es decir, de nuestros actuales mandatarios, de la gente de cuartel, de los que “mantienen” el orden; del malandro que se acerca con aire inocente o abiertamente despiadado; del guardia nacional bolivariano; del estafador oculto en el amable señor que dice haberte conocido la vez que pasaste por la aduana de Maiquetía; del atracador disfrazado de cobrador de la luz o de hermanita de los pobres.

“¡Amo los fantasmas que entran por la puerta a pleno mediodía!”, dijo André Breton, y al decirlo advertí que la realidad es fantástica; que basta con invertir los términos para descubrir una nueva realidad más fascinante. Que en lugar de que los niños asusten a los pájaros, sean los pájaros los que asusten a los niños. Es lo que me ha permitido constatar que la vida tal como creía estarla viviendo es gris y reiterada.

Hay quienes dicen poseer el don de ver a los muertos, tratar con ellos, convocarlos en reuniones de personas tomadas de la mano en torno a una mesa o al que hace de medium fumando un tabaco con los hermanos de las diversas cortes espirituales. Otros afirman que son supercherías, charlatanerías; que nadie ha regresado de la oscuridad. ¡No lo logró Houdini! Antes de morir le aseguró a su mujer que se escaparía de donde estuviese. ¡Pero nunca regresó! Sin embargo, mi hermana Margarita emergió de la enfermedad y aseguró haber visto, envuelta en una luz blanca e intensa, a Liliam muerta hace muchos años, asombrosamente bella que le dijo: “¡Hermanita! ¿Qué haces aquí? No es tu hora. ¡Devuélvete!”. ¿Le creemos? ¿Dudamos? “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía”.

Algunos marineros dicen haber visto en el Atlántico Norte un enorme barco de pasajeros pasar muy cerca en silencio, a una velocidad de veinte nudos con todas las luces encendidas y elegantes mujeres con sombreros de plumas y caballeros de etiqueta, sin que se escuchase el sonido de las máquinas o el rumor de la fiesta a bordo, para luego desvanecerse de inmediato en la niebla.

He visto en el cine de vaqueros pueblos muertos, fantasmales, desolados; lugares trágicos, casas cerradas y nadie en las calles polvorientas; ningún feligrés saliendo de la iglesia, ningún niño entrando en la escuela, ausente la maestra que debía estar recibiéndolos junto a la puerta, en los altos escalones de madera. Las puertas batientes del saloon son golpeadas por la aridez del viento y se ven vacías las mesas del póquer que alguna vez vieron a Doc Holyday toser y jugar sin hacer trampas; también la mina ha sido clausurada al igual que el banco que pensaban asaltar los hombres malos que llegan al pueblo y sienten el fracaso con solo ver las cruces caídas de Boot Hill, el cementerio igualmente abandonado.

Muchos pueblos venezolanos que durante años se negaron a morir cayeron víctimas de la soledad y el desamparo bolivarianos; quedaron sucios, calcinados, huérfanos de aire. Los escasos pobladores que permanecen se han convertido en fantasmas de sí mismos, espectros, niños macilentos y ancianos abatidos como las cruces de Boot Hill. Y el país se va quedando solo; la vida que éramos se ha desvanecido como el barco fantasma del Atlántico Norte. El país se ausenta a pie cruzando un puente en Cúcuta o adentrándose por caminos verdes o por selvas amazónicas; en autobús hacia Ecuador, donde nos rechazan como si fuéramos un costillar de perros; en avión hacia lugares más distantes.

Los padres despiden a los hijos y el adiós arrastra sentimientos febriles, aunque contradictorios: por un lado, la tristeza de verlos partir y, por el otro, la alegría de saber que allí donde vayan los estará esperando un horizonte más iluminado, pero con la esperanza incierta de que algún día regresarán trayendo consigo nuevas conductas, otras ilusiones, el tesoro de otras culturas. Y entre los viajeros y los que permanecemos diciendo adiós se desliza la venenosa serpiente que condena a un régimen militar totalitario y perverso capaz de destruir a una nación auspiciando la diáspora y fomentando la crueldad.

Y a las 6:00 de la tarde la soledad que trata de socavarme el alma ocupa las calles de Caracas; entonces me refugio en mí mismo para no hundirme en la ciénaga en la que se ha convertido el país que alguna vez disfruté dejando que me acariciara el rostro la brisa del atardecer.


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