Desde que Hugo Chávez lanzó su tentativa de golpe de Estado el 4 de febrero de 1992, Venezuela volvió a vivir con el fantasma del militarismo en su vida política y social.

La reminiscencia militar tomó el espíritu de los venezolanos. En Chávez muchos vieron la nueva versión de un Pérez Jiménez o de un López Contreras. En cada familia se guarda una anécdota de aquellos tiempos del predominio militar. Era frecuente oír al final del siglo XX la expresión “aquí hace falta una cachucha”.

Y la cachucha fue elegida para conducir los destinos de la nación. Desde el primer momento se sintió la impronta militar en la vida política. Un militar en la Presidencia de la República, otro presidiendo el senado y por lo tanto el viejo congreso era apenas un abreboca del partido que había tomado el poder: el partido militar era el nuevo partido de gobierno.

Sus primeras acciones estaban impregnadas del espíritu militar. El Plan Bolívar 2000 representó la entrada del estamento militar a la gestión de gobierno. La historia de este primer plan es harto conocida. Improvisación, corrupción abierta, piratería en la ejecución de obras y arbitrariedades en todas partes.

Fue el inicio de un proceso de colonización del estamento militar sobre el conjunto de la administración pública. Colonización que ha pasado hacia el conjunto de la sociedad, hasta el punto de que, suprimidas libertades fundamentales como la libertad económica, se asigna a militares activos el control sobre cada rubro de alimentos o medicinas requeridas por la población.

Obviamente esta desviación ha destruido la profesión militar, ha convertido a la institución armada en el principal partido político sostén del gobierno, solo que ese partido político impone sus decisiones en función de las armas que detenta y no en función de la ley, o de un liderazgo aceptado por la sociedad.

La estabilidad política del régimen se basa en la lealtad que le ofrece el partido militar. Ya la cúpula gobernante sabe que no cuenta con el apoyo de la mayoría de nuestros ciudadanos, razón por la cual su sostenibilidad está basada en el apoyo militar.

La camarilla roja conoce su fragilidad. Saben que ya su presencia en el poder no se basa ni en la Constitución ni en el respaldo del pueblo. Su ejercicio del poder tiene su fundamento en el control del aparato armado. De ahí la sensibilidad y celo que el régimen tiene con el tema militar.

En estos últimos días el fantasma militar no deja dormir a los jefes de la camarilla roja. Porque si bien es cierto que el poder está colonizado por el estamento militar, y que toda la cúpula castrense está disfrutando de las mieles del poder, también es cierto que la dramática crisis social y económica ha tocado todos los sectores de nuestra sociedad, y la familia militar no escapa a esa cruda realidad.

La inmensa mayoría de los militares que aún permanecen en los cuarteles están tan angustiados e indignados, como el resto de los venezolanos. A ellos y sus familias también les está afectando la catástrofe económica y social que nos han generado los rojos en el poder.

Ese descontento está generando un malestar que cada día se siente con mayor intensidad en las alturas del poder revolucionario. La cúpula roja, debidamente asesorada por la sanguinaria dictadura cubana, ha venido afinando los mecanismos de control y espionaje en ese mundo militar a niveles muy elevados, porque teniendo su origen en aventuras golpistas, ven el fantasma del golpismo en cada reclamo, en cada expresión de inconformidad que esos seres humanos expresan.

La señal que indica el nivel de descontento en la familia militar está dada por la estampida de recursos humanos en marcha. Son ya miles las solicitudes de baja y las deserciones que se están registrando en todos los componentes de la Fuerza Armada. Abandonos que se están produciendo en todos los niveles y ramas de dicho sector. La situación ha llegado a tal nivel que militar solicitante de baja es citado de inmediato para confiscarle el pasaporte.

La cúpula política militar de la revolución ha querido enviar un mensaje de intimidación y miedo hacia los cuadros altos, medios y bajos de la fuerza con la emisión del inconstitucional e ilegal decreto No. 3299, publicado en la Gaceta Oficial No. 41350 de fecha 28 de febrero de 2018, mediante el cual el presidente Maduro degrada a un grupo de 24 conocidos oficiales, entre los que destacan los generales Raúl Isaías Baduel, Antonio Rivero, Hebert García Plaza, y el capitán Juan Caguaripano, entre otros.

Llama la atención que ese decreto se dicte a finales de febrero del presente año, incorporando a militares cuyos procesos penales o retiros de la Fuerza Armada se habían producido hace ya bastante tiempo.

Días más tarde se conoce de la detención y sometimiento a juicio militar de un significativo grupo de oficiales superiores, con grados de teniente coronel hacia abajo, bajo el cargo de estar involucrados en presuntas conspiraciones.  El tema se convierte en materia de interés nacional cuando se ordena la detención de los generales retirados Miguel Rodríguez Torres y Alexis Ramírez López.

 Más allá de la certeza o no de los hechos que se le imputan, más allá de todas las violaciones al debido proceso que se cometen en dichos casos, sorprende el silencio de la cúpula política y militar respecto de tales actuaciones.

Y es natural, ante la opacidad del régimen, que empiecen a circular todo tipo de rumores respecto de la situación existente en el mundo militar.

No hay duda de que algo está ocurriendo. De que algo tratan de frenar con la degradación de los 24 oficiales y con la detención de otro grupo importante de oficiales activos y retirados.

El fantasma militar acecha a la cúpula gobernante.

Lo cierto es que por muy vigilada que estén sus estructuras, sus comunicaciones y sus instalaciones, los hombres y mujeres de la deteriorada institución militar están sintiendo, como el resto de la familia venezolana, los efectos de la devastación creada por los propios jefes militares en funciones de gobierno.

Habrá un grupo privilegiado que está dispuesto a defender, a “sangre y fuego”, los privilegios logrados en estos años de la alianza cívico militar. Pero hay también los que ya se atreven a reclamar y a protestar, no solo por el impacto de la crisis en sus humanidades y en sus familias, sino también por la ignominia que significa ser el soporte de una dictadura minada por la corrupción y la ineficacia.

De modo que la sola presencia del malestar social despierta el fantasma militar y pone a la cúpula roja en alerta, llevándolos a cometer graves errores, que pueden resultar contraproducentes si analizamos lo ocurrido en otras latitudes cuando la desconfianza y la represión se hacen presentes en los predios del poder.

A la camarilla roja le puede terminar pasando lo que le ocurrió a algunos países detrás de la europea cortina de hierro. El nivel de destrucción llegó a niveles tan generales y elevados que un día los gobernantes se vieron solos. La inmensa mayoría había abandonado sus puestos de trabajo, aun los de la seguridad. La sociedad se había paralizado de tal manera que no había forma de seguir en el poder.

La situación del país ha llegado a tal nivel que la deserción en todas las áreas y servicios es ya dramáticamente paralizante. La estampida humanitaria hacia otras naciones no se detiene y amenaza con crecer. La institución militar no escapa al fenómeno. No nos extrañe que la camarilla roja termine igualmente abandonada a su suerte por el único partido que la sostiene: el partido militar. El fantasma militar no deja tranquilo a quienes han usurpado el poder de la República.


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