Quiero hablarles de una película que no tiene fecha de estreno en el país. Tampoco fue nominada a los Globos de Oro. Lleva por título Ghost Story y cuenta la extraña historia de una pareja de jóvenes de clase media alta. Ellos viven en una casa de campo con un aire rústico. A los pocos minutos de iniciado el relato, él fallece en un accidente de tránsito, pasando a convertirse en un fantasma que intenta recuperar la atención de su amada.

El diseño del fantasma es deliberadamente naif y camp. Lo vemos con una sábana blanca y unos huecos, hechos a mano, a la altura de los ojos. Es un tipo de espectro que hemos conocido por las películas de Halloween y las parodias de Actividad paranormal, pero que en el caso de Ghost Story toma la forma de una representación silenciosa y melancólica, no exenta de un sutil humor negro al estilo indie del Festival Sundance.

La película ha gustado en el gremio de la crítica y obtiene las mejores calificaciones de los portales especializados.

Su mérito radica en conectar con la sensibilidad de la cultura hipster del milenio. Los jóvenes valoran su contenido romántico y existencial sobre los problemas de la memoria. El recuerdo parece ser una de las metáforas del año.

En Coco, los personajes animados luchan por evitar el borrado de la historia. El fenómeno se comprende por la exigencia de conseguir reconocimiento y trascendencia. Las redes sociales fomentan el afán narcisista por conquistar la fama y la atención de los demás.

Frente a tales retos e imperativos, Ghost Story rehúye del tono complaciente de Disney, asumiendo las consecuencias de la muerte a través de una mirada contemplativa, en la que la dramaturgia se reduce a la mínima expresión.

La narrativa despojada replantea el naturalismo asiático de autores como Tsai Ming Liang y Apichatpong Weerasethakul, a quien disfrutamos recientemente por la también hipnótica Cementerio del esplendor.

Aparte, el realizador del largometraje reconoce la influencia de Terrence Malick en su obra contemporánea. El autor trabajó en el pasado con el mismo reparto, logrando una pieza de cámara que evoca el ambiente de Malas tierras y Days of Heaven.

Mientras Malick tropieza con un tema similar en la fallida Song to Song, cayendo presa del manierismo,  el David Lowry de Ghost Story confirma la buena racha por la que atraviesa su carrera, demostrando que puede salir airoso tanto de la ejecución de un encargo para los estudios (Mi amigo el dragón) como de un filme personal. 

Lo acompañan en el elenco una gélida Rooney Mara, que justifica la duración extendida de las tomas en cada plano, y un Cassey Afleck con el look al descuido de Joaquin Phoenix en I’m Still Here.

El actor luce encasillado en el rol trágico y triste de Manchester by the Sea. La pantalla vampiriza su imagen para proyectarla como un símbolo de la depresión de los nuevos tiempos. La cinta sobrevive a sus tics, voces y caras de falso perdedor. El manto blanco hace magia, corporizando la potencia semiótica del lenguaje audiovisual que expresa y sugiere, a veces sin necesidad de grandes interpretaciones.

Ghost Story compone una oda al origen y la evaporación del cine, desde las técnicas primitivas hasta su instrumentación corporativa. El fantasma atestigua la demolición de su hogar y su transformación en un rascacielos deshumanizado.

El guion y la trama derivan del argumento de Finisterrae. Las similitudes son evidentes en la puesta en escena. Aun así, Ghost Story construye un discurso propio, a partir de sus innumerables citas y referencias. Se encuentra en la red. Disfrútenla y gocen de su nota fantástica en modo retro. Por cierto, su único monólogo es prueba de lo perecedero de la vida. Una parábola del olvido.  


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