En rigor, dada la cercanía del 1 de mayo, debíamos haber escrito sobre la situación laboral del país y sumarnos a la rutinaria celebración del Día Internacional de los Trabajadores, recordar la masacre de Haymarket y lamentar el concomitante infortunio de los mártires de Chicago, cual harán reposeros a tiempo completo, como Nicolás Maduro, que explotan con lucrativo rendimiento la lucha de clases y, por lo mismo, no les interesa ponerle fin, limitándose a vocear desgastadas consignas reivindicativas; y, si el azar –no la necesidad– los catapulta al poder, festejar la efeméride atizando con populista leña salarial la hoguera de la hiperinflación. A los vacuos discursos de orden prêt-à-porter, anteponemos el pronunciamiento de la Conferencia Episcopal de Venezuela del pasado 23 de abril, censurando la indiferencia gubernamental ante el empobrecimiento general de la población, la descomposición de la calidad de vida y el colapso de los servicios públicos, y advirtiendo que la realización de las elecciones el 20 de mayo, sin las garantías inherentes a todo proceso comicial libre, confiable y transparente, «lejos de aportar una solución a la crisis que vive el país, puede agravarla y conducir a una catástrofe humanitaria sin precedentes».

Una vez más, la Iglesia, fiel a su predicamento y doctrina social, pone los puntos sobre las íes. Como los puso, en 1957, el arzobispo de Caracas monseñor Rafael Arias Blanco, en carta pastoral con motivo, precisamente, del Primero de Mayo, y a propósito de la cual Gabriel García Márquez, en reportaje anticipatorio del «nuevo periodismo», publicado en la revista Momento hace 60 años –«El clero en la lucha»–, asentó: «Desde Caracas hasta Puerto Páez, en el Apure; desde la solemnes naves de la Catedral metropolitana hasta la destartalada iglesita de Mauroa, en el territorio federal amazónico, la voz de la Iglesia –una voz que tiene 20 siglos– sacudió la conciencia nacional y encendió la primera chispa de la subversión». Satisfecha la protocolar e hipócritamente solidaria salutación a la bandera sindical impuesta por la ocasión, podemos adentrarnos en la dimensión fantástica.

Todos tenemos derecho de soñar y no creo que nadie renuncie a esa prerrogativa, porque ella permite escapar, aunque sea por momentos, de la aburrida cotidianeidad y, además, sentencia el lugar común, soñar no cuesta nada. Digamos entonces, parafraseando a Joan Manuel Serrat, que harto de estar harto me cansé de fastidiar al lector con la pertinaz lluvia sobre la mojada margarita electoral y, haciendo uso de esa potestad, imaginaré escenarios deducidos de las profecías de opinadores de oficio y, ¡claro!, de las elucubraciones de Raimundo y todo  el mundo, a ver si adivinamos por dónde van los tiros, a partir de la convergencia de dos modos de fabular en ámbitos en apariencia divergentes: el cultural y el deportivo. A tal fin, usurpé el título de estas líneas a un formidable periodista, coplero, animador cultural y perenne soñador apureño, Reinaldo Espinoza Hernández, quien, con las notas y cometarios de sus Fantasías dominicales, se empeñó, a lo largo de seis décadas, en afinar el oído musical de la nación; y, a objeto de complementar el expolio, tomé como modelo para la forja de hipótesis los fantasy sports, ficticias instancias competitivas que las estadísticas y las apuestas convierten en millonario y muy concreto negocio, ¡bendita suerte!

Desvariemos, pues, sin freno y con entusiasmo, en torno –Andrés Eloy Blanco nos perdone– a «ficciones que a veces dan a lo inaccesible proximidad de lejanía». Disparatemos en procura de lo imposible y comencemos por suponer que Henri Falcón tiene todas las de ganar, no porque lo señalen encuestas invariablemente ancladas en el mayoritario rechazo al continuismo, sino porque su victoria formaría parte de un entendimiento con el gobierno verdadero, el militar, aupado por La Habana, y el beneplácito de Moscú y Pekín –suplidores de juguetes bélicos sin repuestos– en el marco de la nueva guerra fría, para que Maduro & Company hagan mutis con garantía de impunidad judicial. Este arreglo dejaría a Cabello y sus compinches como la guayabera y dueños de una poco apetecible tajada del PSUV, enfrentada a Somos Venezuela, movimiento madurista gestionado por los hermanitos Rodríguez: una confrontación fatalmente encaminada a la liquidación del chavismo, ¡Dios nos lea!

La conjetura no deja de ser atractiva, aunque inquietante; lo primero, porque postula la salida de Maduro y cualquier cosa es mejor que su permanencia en Miraflores; lo segundo, porque la gobernabilidad solo sería viable con el concurso de fuerzas que hoy abogan por la abstención, de manera que, sin querer queriendo, Acción Democrática, Primero Justicia y otras organizaciones con agallas burocráticas colocarían sus fichas en un gabinete de salvación nacional y cargarían con la responsabilidad de negociar un paquetazo que haría palidecer el programa de ajustes económicos de Carlos Andrés Pérez y los Chicago Boys. Resta la posibilidad de que su mandato sea transitorio y sujeto a lo que decida un poder constituyente por él convocado, sustituto de la prostituyente autodisuelta (wishful thinking). Carlos Blanco aprieta las tuercas del cálculo especulativo y barrunta que Rodríguez Zapatero estaría cocinando una coalición que ratificaría a Nicolás en la Presidencia y pondría al sargento yaracuyano en la vicemaduría. En un escenario anhelado por buena parte de la oposición, Falcón, persuadido de que es imposible que David haya derribado a Goliat de un chinazo, anuncia el retiro de su candidatura, se identifica con el Frente Amplio y se llena de gloria y futuro, un baño de prestigio y porvenir que acaso deba esperar, no porque nuestro ejercicio de política ficción contemple un eventual aplazamiento de las elecciones, sino en atención a una decisión de última hora de la camarilla dictatorial por temor a perder el control sobre la farsa urdida entre poderes subsidiarios del Ejecutivo para perpetuar su tiránica regencia.

¿Y si la salida, cual sostienen quienes juzgan imposible enfrentar institucionalmente a una mafia hamponil cebada con el erario público, es de naturaleza insurreccional? No mediante un ordinario golpe militar que prefigura más de lo mismo o de lo peor; no, pero sí con un levantamiento civil. ¿Qué tal si este 1 de mayo se convoca a un paro general contra el fraude y el continuismo? ¿Vapores de la fantasía, que diría el poeta de “La renuncia”? Probablemente. Soñar, ya lo dijimos, es gratis, aunque se haga despierto. Y algunas veces los sueños son premonitorios, de modo que no debería tomarnos por sorpresa que alguno de los acontecimientos por suceder haya sido prefigurado en esta delirante búsqueda de lo que, ¡todavía!, no se nos ha perdido: la ilusión.

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