En mi época de ejercicio del oficio periodístico no hubo asignaciones que me cargaran más la paciencia que aquellas relacionadas con el mundo deportivo, y que me perdone el querido Oswaldo Artiaga. No tengo empacho en decir que siempre he sido alérgico a dichos quehaceres, pese al empeño que en repetidas oportunidades puse por superar dicha animadversión. Hasta un dedo fracturado me costó al tratar de elevarme sobre un potro; al impulsarme con el plinto me estrellé contra el armatoste de madera que el profesor Eduardo Ramírez había puesto a su máxima altura y terminé con el índice derecho enyesado.

Regreso a las coberturas deportivas que me tocaron realizar en mi paso por El Diario de CaracasNotitarde y El Nacional. Eddy González, “el Gurú”, jefe de fotografía de El Diario, me repetía hasta el delirio: “La fotografía es una sola, el hecho que realizas es siempre el mismo, lo que cambia es qué fotografías, así que anda a hacer tu vaina y lo haces bien”. La penitencia que para mí significaban dichas pautas la fui mutando hacia la diversión cuando observaba a los espectadores de dichas faenas: la fanaticada.

Los fanáticos son una verdadera fauna entre la que los gritos hasta desgañitarse, con los músculos del cuello tensos hasta el paroxismo y casi echando espumarajos por la boca, con los ojos inyectados de un fervor que ya quisieran para sí los mismísimos arcángeles, con unos arrebatos místicos que ni Teresita, son parte del jolgorio que se arma alrededor de cualquier juego de pelota que se celebre en cualquier estadio o descampado de cualquier ciudad. Y es una actitud universal.

Hay quienes ven en dichas conductas un reacomodo emocional colectivo, y lo comparan con la catarsis que se provocaba en los espectadores al contemplar algunas de las tragedias que se escenificaban en Atenas. Aristóteles la definía como la redención o purificación del público de sus propias bajas pasiones, que se veía proyectado en los intérpretes de la obra, y al contemplar el castigo merecido e inevitable de estas, pero sin experimentar dicho castigo ellos mismos, se daba dicha salvación.

Hay quienes cuestionan dicha aproximación puesto que el fanatismo no es más que el apasionamiento irracional e incondicional por un equipo, o causa, al cual se le da la razón, téngala o no. ¿Quién no ha visto un enfrentamiento entre un magallanero y un caraquista en el que ambos tienen el santo grial en su poder? Lo real es que dicha actitud ha sido estimulada hasta el delirio por aquellos que presumen de dirigir los asuntos políticos en Venezuela.

En un tiempo san Rómulo y san Caldera eran los patronos de la democracia, luego fue san Hugo y ahora es el turno de san Maduro y san Cabello, vírgenes y mártires, quienes encabezan el adoratorio criollo. Gritar y aupar, soporte incondicional pese a las derrotas, van largamente por delante del pensar y actuar que como ciudadanos nos corresponde para dejar de ilusionarnos con pájaros preñados.

© Alfredo Cedeño

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