El nuevo paradigma de Hans Dieterich, una falacia tan ostensible como el inmenso desastre venezolano que estamos viviendo, se levanta sobre aquello que el sociólogo alemán adjetiva como borrascoso contexto de la primera recesión global conocida desde 1945. En su argumentación, atribuye a la que llama “civilización burguesa” el móvil de las guerras contemporáneas, el desequilibrio global y el surgimiento de un nuevo orden mundial. Para el rebuscado planteamiento de Dieterich y sus seguidores, todo es fiel reflejo del estado en que se encuentra la sociedad opulenta –así la llamó en su momento el recordado y controversial John Keneth Galbraith– y de allí su pretendida identificación de una posible respuesta de los pueblos al escollo originado en las desigualdades económicas, tecnológicas y culturales, tanto como la esperanza de los nuevos movimientos sociales y políticos que proponen cambios estructurales de fondo.

No es este el espacio para penetrar el extenso ensayo de Dieterich, apenas queremos comentar algunos puntos de actualizado interés. Con la recesión mundial –escribe Dieterich– “las consecuencias económicas del capitalismo actual para los países neocoloniales quedan aún más claras: sus economías se vuelven estructuralmente inviables y desaparecen como sujetos nacionales de la historia mundial”. Esto es válido –añade el majadero– para las pequeñas repúblicas centroamericanas, también para las grandes economías regionales como Brasil, México y Argentina, que según su análisis perdieron capacidad para la reproducción ampliada del capital, dentro de los parámetros impuestos por el neoliberalismo económico globalizado. En este contexto, acusa al imperialismo y a las élites burguesas –el eterno alegato de los comunistas empecinados en buscar terceros culpables para todo lo infausto que acontece a su alrededor, naturalmente, sin admitir sus propios yerros–, de ser universales responsables del caos que agobia a la región hispanoamericana. Igual denuncia las políticas públicas de gobiernos regionales, según él auspiciantes de mayores niveles de endeudamiento y reducciones del déficit presupuestario a costa de beneficios sociales, también promotoras de masivas privatizaciones de empresas, así como aquella que llama “ortodoxia monetaria-fiscal fondomonetarista”, por ser incapaces de romper el ciclo de “empobrecimiento y destrucción que el imperialismo y las élites criollas” habían instaurado en el hemisferio. Y es concluyente afirmando que no puede haber mejoramiento económico para las grandes mayorías, si partimos de la lógica del mercado.

Pues bien, el “bello fin de la burguesía” y la “hermosa aurora de los pueblos” que predijo este augur de la moderna historia, tiene ya su ejemplo palmario en la empobrecida Venezuela de la hora actual, donde, para utilizar su propio lenguaje, no existen al día de hoy caminos visibles de liberación, un país arruinado por su socialismo del siglo XXI, secuestrado por la torpeza de una hegemonía gobernante deslegitimada en su cualidad, un Estado fallido, sobreendeudado, incapaz de atender sus cometidos fundamentales, sin instituciones confiables, víctima de la más pavorosa secuela que se conozca de malas prácticas y corruptelas en la región y aún más allá de sus confines territoriales. Y vaya que últimamente se ha levantado la protesta clamorosa de los “sin voz ni rostro” –siempre que no estuvieren confinados en la miseria subyugada por el régimen bajo sus ignominiosas misiones y mecanismos de control ciudadano–, los “sin tierra ni trabajo” que ya no conquistarán el futuro proclamando por Dieterich, porque la República entró en trance de temporal suspensión.

A fines del pasado siglo, había caído en desdicha la clase política dominante en Venezuela desde 1945, para dar paso a lo que a ojos de muchos pudo haber sido una nueva esperanza, igual y extrañamente conjugada con el ánimo vindicatorio de diversos sectores de la sociedad democrática. Pero la democracia esencial y el pensamiento que venimos comentando resultaron incompatibles; las razones parecen obvias. El ardid del pluralismo participativo de Dieterich se vio descubierto en su infundio para finalmente dar al traste con el Estado de Derecho en la Venezuela doliente de nuestros días. Los cambios estructurales en materia económica, no resolvieron las desigualdades, no coadyuvaron la reproducción ampliada del capital, no rompieron el ciclo del “empobrecimiento”, antes bien, lo acentuaron, como demuestran los hechos. Un estruendoso fracaso para el ideólogo del moderno engaño y sus seguidores del “nuevo proyecto histórico”, como quiso llamarlo.

Pero continúan los despropósitos gubernativos –si es que se quiere preservar el valor interno y externo de la moneda, llegar a un mercado suficientemente abastecido de bienes y servicios y alcanzar una cierta estabilidad de precios–, aunque hay quienes sostienen que las medidas recientemente anunciadas persiguen objetivos contrarios a la lógica económica; no habría verdadera intención de abatir la inflación ni de reducir los niveles de pobreza crítica recientemente alcanzados. Sin embargo, el gobierno en funciones y su contestada asamblea constituyente parecen intuir la amenaza de un posible estallido social –en todo caso, saben que no es aconsejable desafiar indefinidamente a las masas depauperadas–. Más allá de las conjeturas, el tema es que no puede haber éxito en ningún plan que no asegure primeramente la confianza de los agentes económicos. Y esa confianza no se construye con mentiras, violencias y amenazas, con allanamientos e incautaciones de bienes de consumo. ¿Es esa la alternativa al neoliberalismo económico globalizado? ¿Así es que Venezuela se afianza como sujeto de la historia mundial? Pues, la lógica del mercado y el modelo capitalista de producción siguen marcando la pauta, a pesar de sus remediables defectos y errores. Aunque no les guste a estos iluminados de la sociología, la economía y a sus fanáticos de la política activa.


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