La sangre corrió por las calles en 2018. Fuimos testigos de la masacre de estudiantes. Más de cien muertes sumó la represión de Maduro. Sus delitos de lesa humanidad no prescriben. Mientras la justicia espera en Venezuela, el cine responde a la crisis con creatividad y sentido de urgencia.

Así ponderamos los estrenos del mes de junio. Dos películas de terror llegan a la cartelera.

El vampiro del lago es la apuesta venezolana de Carl Zitelman, quien sin ser panfletario manifiesta el desgarro de una generación a través de un filme simbólicamente expresionista.

Las influencias teutonas del autor no parecen casuales. Los alemanes utilizaron el género del pánico y el espanto para hacer catarsis por la derrota sufrida en la Primera Guerra Mundial. Las víctimas de aquella mortandad renacieron en obras maestras del cine como Gabinete del doctor CaligariNosferatu y Fausto, claras inspiraciones para el realizador venezolano. Su ópera prima ostenta, de entrada, el logotipo de una compañía llamada Caligari. Reconocemos libros de Goethe a lo largo y ancho de la puesta en escena del largometraje.

En el espiral de maldad del guion, la violencia cíclica del país rememora los bucles históricos de piezas capitales de la literatura criolla. El espectador curtido en la batalla de las ideas, recordará los argumentos de Cuando quiero llorar no lloro y País portátil, ambas adaptadas a la pantalla con éxito.

En Mirar América, Marta Traba exponía una de las tantas dicotomías de nuestra tierra. Por un lado, las novelas leían el presente de miseria, desolación, pobreza, ruina moral y canibalismo. Por el otro, el arte quería refugiarse en una burbuja de experimentación geométrica, hasta el fin, con el exclusivo propósito de satisfacer la demanda del poder económico. Extrañaba la escritora una estética acorde con el tiempo de la incorrección política. Ella encontró en Zapata y en los lienzos de Jacobo Borges a dos interlocutores de su propuesta.

Hoy veo en Carl Zitelman un descendiente de los grandes pintores de la plástica iconoclasta, hecha en casa.

Consumo la cinta del director con el mismo gusto que siento al descubrir la nueva muestra individual de José Vivenes, Historia de una infamia, prologada por Pino Ituerrieta y curada por Nicomedes Febres.

Los cuadros exponen la progresiva degradación de los cuerpos, el efecto que tienen las paletas tenebristas sobre los estados de ánimo, la persistencia de una amenaza que no terminamos de expurgar.

Acierta el actor Sócrates Serrano en afirmar que en El vampiro del lago se cifra una metáfora cabal de la realidad contemporánea, donde la luz desea conjurar el complot secreto de la oscuridad que se eterniza.

Al respecto, el filme evita compartir una solución complaciente. La ejecución deja bien claro que los personajes abrigan tanta esperanza como pesimismo en sus devenires. El desenlace puede refrescar la tesis de El pez que fuma, al reiniciar el círculo vicioso que encierra la tragedia de la trama.

¿Estaremos condenados a repetir el expediente de sombras de los vampiros criollos?

Miguel Ángel Landa busca la verdad de manera incansable y como un terco Van Helsing que aguarda por su momento para clavarle la estaca al Drácula del mensaje alegórico.

La fotografía de colores opacos de Gerard Uzcátegui trasciende el mero registro documental, inscribiendo sus paisajes melancólicos entre los mejores logros técnicos del año.

Con Marta Traba discutiría el carácter excesivamente mimético de la producción, arropándose en la legitimidad de querer ser un clon de David Fincher y True Detective. Los originales opacan el reciclaje tardío de la óptica dependiente de los trending topics del más allá. La música cumple un cometido didáctico y enunciativo, pero peca de redundante y plagiadora de los tics de Hans Zimmer para Nolan.

Las mujeres empoderadas echarán en falta mayor desarrollo en la construcción de los perfiles femeninos, generalmente estereotipados.

El arte, el casting y el vestuario redimen el trabajo de apartados infravalorados por la crítica.

Eduardo Gulino se adueña de un papel mefistofélico, generando una extraña mezcla de empatía con espanto. Sócrates nos convence en su papel de investigador y creador frustrado, suerte de alter ego de la pluma de Noberto José Olivar (uno de los genios invisibles detrás de la película).

De la pedofilia al asesinato en serie, El vampiro del lago lanza su advertencia al público, recuperando una senda que perdimos en los ochenta de las crónicas policiales de Cangrejo y compañía. Es decir, la revelación de crímenes que desnudan al poder.

Un cine de imágenes goyescas con algunas palabras subrayadas y prescindibles que se declaman en modo teatral. En último caso, un filme de los que hacen industria y que nos permiten pensar en un futuro para el cine nacional.

La primera película de terror en Venezuela, porque es la primera que no da risa, sino miedo.


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