El esplendor del Imperio del Japón ha cautivado a Occidente e impresionado a Oriente; sus majestuosos palacios, situados en jardines esplendorosos o en riscos inimaginablemente complicados para acceder a ellos; sus atuendos confeccionados con lujosas telas y con metales de acabado artesanal, y ni qué decir de los ritos solemnes que nos evocan una cultura de dioses, espíritus y samuráis.

La vida japonesa, llena de misterio, incomprensible para quienes vivimos en Occidente, esa cultura tan lejana para unos y tan cercana y propia para muchos otros, aunque estos últimos nunca terminan siendo generalmente mayoría ante los primeros. Antes de conocer a uno de los máximos representantes de la literatura japonesa, les hablaré –brevemente– de la ideología de aquel país, que continuamente resulta ser fascinante…

Las artes japonesas están dominadas por tradiciones milenarias y de un profundo conocimiento para quien busque practicarlas. La dramaturgia tiene dos formas de representación: el teatro Nō, interpretado con máscaras e inspirado en el budismo zen, y el kabuki, un espectáculo popular y suntuoso.

La religión ocupa un lugar de preponderancia en la vida del Japón y se encuentra estrechamente vinculada con el ser. El budismo se convirtió en la religión oficial a partir de 1946, propiciado en gran parte por la derrota sufrida en la Segunda Guerra Mundial. Hiro Hito (1901-1989)[1], el último emperador considerado una divinidad, leyó por la radio la rendición de su país, motivo por el cual debió renunciar a su naturaleza divina.

El sintoísmo, la religión anteriormente oficial hasta 1946, significa el camino de los dioses, es politeísta y persigue la pureza ritual y física, está orientada a la práctica ritual individual, no se basa en ningún texto revelado y su iglesia no se halla organizada jerárquicamente. Su práctica fundamental es el culto a los kami, o dioses que encarnan los fenómenos de la naturaleza (tsunamis, terremotos, inundaciones)[2], y a los antepasados[3].

Otra cosa que hay que tomar en consideración son los ritos samuráis, que se constituyen en una casta puramente militar a partir del siglo XVII. Se regía por un estricto código de honor llamado bushido (el camino del guerrero) en el que el cumplimiento del deber con el daimyo era su máxima vital. Para un samurái no existe el miedo a la muerte, por eso su emblema es una flor de cerezo, que simboliza la brevedad y belleza de su vida.

La literatura japonesa se encuentra impregnada de estos y otros elementos más que no deben aislarse del relato y que siempre están estrechamente conjugados con la escritura. Por ejemplo, las geishas, el juego de Go[4], la tradición de los bonsái, el sumo y otras más.

Yasunari Kawabata (Osaka, 1899-1972) fue un escritor japonés impregnado del impresionismo y partidario del lirismo. Su escritura está cargada con altos niveles de erotismo, de obsesiones amorosas, de nostalgia, de remordimiento, del deseo por lo prohibido, los rituales y la muerte, esta última, muy significativa para Kawabata.

La obra de este artista, ganador del premio Nobel en 1968, debe ser leída en detalle, ya que cada gesto, cada movimiento de los personajes, tiene un significado; sus novelas son altamente incisivas, maravillosamente líricas y profundas.

Kawabata nos habla de las tradiciones ancestrales de su patria que se ven confrontadas con un florecimiento vertiginoso y acelerado de una sociedad moderna, lo que crea ambientes transformados, angustiantes, desolados, pero de una belleza deslumbrante que invita a la imaginación a cruzar la frontera de la ficción a la realidad.

Relatos que su autor nos hace creer que son vida, cuando en realidad son sueño, es el inconsciente del ser humano accionado en la vida real, en el aquí y en el ahora, cuando en verdad solo está trayendo los apetitos del Ontos[5] a través del inconsciente. Una especie del Anima y del Animus[6] reflejados en la más fina literatura. Aunque finalmente, también es vida por ser parte de la misma.

La soledad en que pasó su infancia luego de la muerte de sus seres más queridos (sus padres), marcó profundamente su personalidad. Huérfano a los 3 años de edad, insomne perpetuo, lector voraz tanto de los clásicos como de las vanguardias europeas, fue un solitario empedernido.

El escritor japonés Yasunari Kawabata fue maestro de otro extraordinario novelista: Yukio Mishima, y guía literario del segundo Nobel que ha dado el Japón, Kenzaburo Oé. Un verdadero genio de las letras niponas que nos lleva a conocer las calles, las ciudades y los paisajes del país del sol naciente.

A los 72 años de edad se enfermó y, deprimido, se suicidó en la ciudad de Zushi el 16 de abril de 1972, sin dejar ninguna explicación. Su obra, definida por él mismo como “un intento por hallar la armonía entre el hombre, la naturaleza y el vacío”, ocupa un lugar entre lo más selecto de las letras universales, porque Yasunari Kawabata es y seguirá siendo el novelista por excelencia del Japón del siglo XX.

[1] En 1945, los nipones oyeron por primera vez la voz de un monarca, Hiro Hito, quien leyó la rendición de Japón. La religión oficial anteriormente era al sintoísmo, y fue oficialmente cambiada por este hecho relevante.

[2] Por eso es que el Manga japonés está poblado de estos elementos de gran significado.

[3] El origen del sintoísmo se remonta al período del 300 d.C., los lugares sagrados eran parajes de gran belleza que se señalizaban con una cuerda o una puerta de madera llamada torii.

[4] Juego de mesa muy popular en China, Corea y en especial en Japón. 19 líneas horizontales y 19 líneas verticales sobre un tablero, sobre los puntos de intersección se ponen piedras en formas de concha, blancas y negras. La tradición indica que nunca se ha jugado 2 veces una misma partida de Go; hay alrededor de 4,63×10170 posiciones posibles.

[5] El “ser”.

[6] Anima: nuestra parte femenina. Animus: nuestra parte masculina.

* Fotógrafo, escritor y periodista mexicano.


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