A lo largo de su historia, Venezuela se caracterizó por ser un país que recibía inmigrantes provenientes de distintas latitudes; desde los españoles que huían de la guerra civil, pasando por los portugueses, italianos, centroeuropeos, cada uno de ellos escapando de sus propios conflictos, hasta los perseguidos por las dictaduras militares del Cono Sur, o los colombianos que venían a “la Venezuela saudita”, en busca de un futuro mejor. Pero todo eso cambió, y no precisamente para mejor. Ahora nadie quiere venir a Venezuela, ni siquiera para hacer turismo, y tampoco tiene sentido que exponga su vida al hacerlo. Muy por el contrario, es un hecho cotidiano el que los medios de comunicación informen sobre los venezolanos que han emigrado al exterior y, en su mayoría, sin planes para regresar. Millones de venezolanos que se han ido para no volver, ya sea por ser víctimas de la persecución política, por haber sido despedidos de sus empleos en Pdvsa o en la administración pública, por ser jóvenes a quienes este país no tiene nada que ofrecerles, por tratarse de madres desesperadas que aquí no consiguen cómo alimentar a sus hijos, o por ser personas mayores que han perdido toda esperanza de recuperar lo que alguna vez fue una “tierra de gracia”.

Según la Organización Internacional de Migraciones, solo en los últimos tres años, dos millones y medio de venezolanos debieron dejar sus hogares para emigrar a tierras lejanas, en busca del pan y la libertad que aquí se les niega. No todos ellos son “limpiapocetas” como, vil y despectivamente, les llamó Nicolás Maduro. Entre esos emigrantes hay gente altamente calificada, que hoy está en grandes centros de investigación académica, en organismos internacionales o en empresas en las que se valoran su experiencia y sus conocimientos. Es cierto que otros no han tenido la misma fortuna, y hoy deambulan por las calles y plazas de Brasil, Colombia, Panamá, u otros países, realizando pequeños trabajos para sobrevivir, o subsistiendo gracias a la generosidad de familiares y amigos.

De haber sido un lugar de asilo y refugio para los perseguidos políticos por dictaduras de distinto cuño, y de haber ofrecido trabajo y dignidad a quienes venían de la Europa empobrecida de la posguerra, o de países vecinos que no crecían al mismo ritmo, Venezuela se ha convertido en una nación de inmigrantes, expulsados de su tierra por una banda de granujas que secuestró las instituciones. Quienes han tenido que emigrar no han sido vencidos en la batalla política por un adversario leal, aunque incompetente, sino por quienes han traicionado a la patria.

Cuesta comprender cómo lo que alguna vez fue una nación próspera, pujante y plena de recursos hoy día sea un país empobrecido, pendiente de la ayuda humanitaria que otros le puedan brindar. En 20 años de mal gobierno, eso es lo que ha logrado el chavismo; ese es, ahora, el mayor mérito de Maduro: haber enviado al exilio político o económico a millones de venezolanos.

Quienes se han ido en busca de la seguridad y de la libertad que aquí no tienen, así como del bienestar económico que aquí tampoco podían conseguir, desde tierras lejanas, podrán seguir luchando por Venezuela y su gente; su trabajo será bien retribuido y su talento será reconocido. Pero pocas cosas marcan tanto la vida de una persona como el tener que emigrar a otro país, sacrificando sus proyectos de vida, dejando atrás a familiares y amigos, y teniendo que echar raíces en otra nación, con una cultura que le es ajena. El exilio no es una aventura que se emprende por placer; en este caso, cuando los que deberían irse son los responsables de la debacle económica que estamos padeciendo, el desarraigo es el castigo que una tiranía le está imponiendo a un bravo pueblo que se ha negado a doblegarse.


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