Durante los años sesenta Venezuela recibió un caudal creciente de ciudadanos colombianos. No lo veíamos con simpatía a nivel de la población de a pie. Se trataba de multitudes de seres humanos que escapaban de la violencia guerrillera y de la falta de oportunidades en su tierra natal.  Eran ciudadanos campesinos y familias pobres cercanas a la frontera que debían escapar de su país como lo están haciendo hoy los venezolanos que la transitan en el sentido contrario.

Venezuela era la meca en ese momento para el colombiano, que valga decirlo tiene una inclinación histórica a emigrar muy internalizada y, por demás, exitosa. Encontramos a los compatriotas colombianos abriéndose espacios con destreza en infinidad de ciudades del mundo. Nuestro país estaba en plena pujanza, condición básica para intentar una inserción fácil y beneficiosa: el país gozaba de estabilidad monetaria y cambiaria, vivía un proceso de industrialización acelerado, la inflación no era significativa, el proceso de sustitución de importaciones avanzaba y el petróleo se sembraba en distintos tipos de actividades extractivas y productivas. La inversión extranjera florecía y Venezuela le abría la puerta a una inmigración especializada de otros países que enriquecía nuestra propia fuerza laboral.

La masa de colombianos que llegó en primera instancia tenía una disposición al trabajo incomparable a la del venezolano. No se trataba de un contingente integrado mayoritariamente por técnicos de distintas disciplinas que venían a enriquecer a la población laboral nuestra. Eran agricultores y mano de obra sin mayor preparación que disponía, sin embargo de una poderosa inclinación al esfuerzo, capacidad de trabajo y deseo de desarrollar tareas que los venezolanos no se sentían inclinados a acometer. La inmensa mayoría se ubicó en los barrios de las grandes ciudades venezolanas y se crearon allí comunidades, bolsones de individuos expatriados donde hasta se izaba la bandera de Colombia.

La cercanía de nuestro modo de ser con la del colombiano de la costa jugó a favor de la integración social de ese estrato socioeconómico y el venezolano no tuvo dificultad de aprender del colega paisa o caleño o cartagenero lo que sabía ni de abrirle un espacio social para su desempeño al lado nuestro. Con el correr de los años nacieron colombianos en nuestro suelo hasta un punto en el cual se contaban ya por millones los autóctonos y los hijos de inmigrantes. Llegó a hablarse de más de 4 millones de colombianos en suelo venezolano para los años ochenta.

Con la instauración del Pacto Andino, esas corrientes migratorias adquirieron un nuevo componente, menor en dimensión, pero que aportaban un importante valor agregado a nuestra fuerza laboral a nivel gerencial y de cargos administrativos. Por centenares llegaron oficinistas, administradores, ingenieros de producción, ejecutivos del sector bancario y profesionales especializados en distintos tipos de industrias que vinieron a insertarse y a complementar el parque industrial y de servicios de empresas colombo-venezolanas. Esta era ya una integración laboral importante para el momento en que la Unión Andina fue abortada por los nuevos gobernantes venezolanos. Se había tornado hecho natural y beneficioso convivir dentro de esa interacción positiva

Hoy se le ha dado la vuelta a la tortilla y Colombia está recibiendo caudales inmensos de venezolanos, cuando no es el mejor momento económico para el país vecino, cuando la estructura social muestra una división monstruosa entre quienes tienen más y quienes tienen menos, cuando el país trata de darse una estabilidad política luego de  medio siglo de turbulencias y cuando el timón del barco lo sostiene un hombre con relativo apoyo popular, y con el izquierdismo radical mostrando los dientes para capitalizar a su favor las falencias de gobierno de Iván Duque. Ni hay que mencionar de lo que se está trabajando desde el narcogobierno de Venezuela para intentar instaurar en la patria vecina un proyecto tan absurdo y fracasado como el que aquí impera.

Así las cosas, cabe preguntarse si Colombia puede sacarle provecho a la situación social que está teniendo que manejar “per força”.

Un informe del Banco Mundial de hace apenas un mes señala los impactos para el corto, mediano y largo plazo para Colombia del éxodo de venezolanos y considera que ello alcanzará cerca de medio punto de su PIB.El asunto que plantea este estudio es que el problema migratorio no puede ser visto como un tema de fraternidad –un asunto que evidentemente subyace y que está siendo adecuadamente atendido– sino como una oportunidad para Colombia por el crecimiento de la demanda en bienes y servicios que ello conlleva, en primer lugar.
En efecto, la moneda tiene otra cara. En palabras del Banco Mundial “si la migración está bien gestionada a corto plazo puede contribuir al crecimiento económico en el largo plazo. De acuerdo con simulaciones sobre los impactos de la migración en las variables macroeconómicas del país, en el caso de que migraran medio millón de personas en la edad de trabajar a Colombia, el crecimiento económico se aceleraría 0,2 puntos porcentuales. Esto se explicaría por un incremento en el consumo de 0,3 puntos porcentuales y en la inversión de 1,2 puntos”. A esto hay que agregarle que el contingente venezolano que ha migrado está constituido en una porción significativa de técnicos superiores y profesionales capacitados para aportar sus destrezas a las actividades a las que les sean aplicadas. 

En síntesis, frente a ese tema de  la obligada gestión migratoria, hay tantas aristas problemáticas como elementos prometedores. Lo inteligente es recabar ayuda estratégica de los organismos internacionales que han abordado situaciones similares y utilizar adecuadamente los recursos que se han estado materializando de parte de órganos multilaterales y de países en particular.

La buena disposición del gobierno de Colombia existe y la presión del tiempo para encaminar la situación hacia derroteros exitosos también juega a favor.


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