I

Uno se pregunta a partir de la evidente campaña publicitaria que se viene desplegando en estos últimos años en América Latina en torno a la innovación, que si en efecto algunos países de la región poseen un alto nivel de emprendimiento, sus universidades que siempre han sido altamente frágiles en la producción eficiente de conocimiento ahora conforman parte de la lista de las 1.000 mejores del mundo y se proclaman como innovadoras; y si además el Estado –según expertos– hace esfuerzos en más de 200% en ciencia y tecnología; invierte como nunca antes en investigación y desarrollo y promueve un mejor acercamiento entre los actores de la demanda y oferta de conocimiento, por qué, entonces, todo ello combinado no se refleja claramente tanto en lo cualitativo como en los números de desempeño económico. Pero, además, por qué los propios actores de innovación y la sociedad civil que allí conviven continúan padeciendo de un alto nivel de «analfabetismo científico y tecnológico».

Algo no anda bien o algo anda muy mal.

II

Tomando solo como referencia el Silicon Valley, los gobiernos y actores de la innovación en América Latina han venido radicalizando la reproducción del ecosistema de conocimiento en la región bajo el enfoque siliconiano. Y esto no es nuevo, esto tiene su historia. Ya a finales de la década de los ochenta y principio de los noventa del siglo pasado, personalidades de gobiernos visitaron las instalaciones del Silicon Valley y seguidamente convencieron a legisladores y gobernantes de sus propios países para hacer grandes inversiones en la construcción de parques tecnológicos, los cuales no solo terminaron siendo un fracaso absoluto, edificios empresariales sin capacidad innovadora, sino que, además, afectaron fuertemente las cuentas del Estado. Hoy esto no ha cambiado mucho, incluso cuando es sabido que cerca de 50% de los parques tecnológicos en el mundo han fracasado en su intento.

Esta trayectoria sobre la actuación gubernamental frente a lo que significa racionalizar al interno las experiencias de países industrializados no ha cesado del todo. Hoy, por ejemplo, el desarrollo de los ecosistemas digitales desarrollados desde el Silicon Valley son cada vez más concebidos en los planes de desarrollo de innovación en muchos países de la región. Esto no significa que sea malo, pero muchos países lo hacen desestimando la falta de organización de sus capacidades de innovación al interno de sus instituciones.

Existe un mal funcionamiento en la actividad de producción y uso del conocimiento por parte de los actores que deben estar presentes en las tareas de innovación. En efecto, se está promoviendo desde la propia región una nueva forma de colonización de quienes dominan el conocimiento, alentado también por la clase política. Este tipo de colonización ocurre de forma natural; con la copia casi al calco de enfoques tecnológicos externos o por la ausencia de procedimientos racionales para la adaptación tecnológica. Esto quiere decir que hay en marcha un proceso de explotación conceptual de la innovación promovido por los propios países latinoamericanos y que está dejando más en evidencia sus fragilidades.

Este proceso de explotación ocurre de dos formas: una, por la intencionalidad y el interés de los productores de tecnología y conocimiento de aumentar capital de innovación, y la otra, por la ingenuidad de los países de la región de pensar que cuentan con las capacidades necesarias para el desarrollo de procesos eficientes de transferencia de tecnología. No obstante, también habría que decir que este nuevo proceso de colonización ha encontrado un muro de contención en muy pocos países de la región, los cuales sí poseen cierta capacidad para la racionalización y asimilación de enfoques tecnológicos internacionales.

III

Volviendo al Silicon Valley, el problema no es lo que ha hecho o lo que hace el Silicon Valley. En buena parte, el problema es entre reconocer lo inevitable y lo posible del cambio tecnológico y de poder racionalizar y aplicar al interno de los países procesos eficientes de transferencia de tecnología. Pero, sobre todo, el problema pareciera estar en lo que el sociólogo Arthur Stinchcombe denominó la «impronta organizativa», la incapacidad organizativa de las instituciones en el mejor momento para transitar hacia una nueva y mejor institución. Y esta «impronta organizativa» no puede ser enfrentada en las condiciones actuales como se desarrolla la política y la estrategia de innovación en la región. Tampoco basta con la articulación de los actores del sistema de producción y utilización del conocimiento. Ahora se requieren nuevas condiciones; capacidades para adaptarse a las diferentes trayectorias de productividad del conocimiento involucrando a la sociedad civil en la cadena de valor.

América Latina tiene en frente un camino muy largo y complicado. La carrera hacia la innovación la han querido afrontar de forma inadecuada mal utilizando las experiencias exitosas internacionales. A ello se le suma la insistencia de las decisiones y el control casi absoluto de las políticas y estrategias por parte del Estado y los intentos individuales por parte de las empresas, universidades y otros actores para transitar hacia la innovación sin la materialización rápida, sistémica y productiva del conocimiento. Ambas maneras atentan contra la «destrucción creativa» que permite dar paso a la innovación y colocarla en su forma y contenido como motor de la economía, capaz de disminuir la brecha de desigualdad social que existe actualmente.


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