¡Esto no lo cambia nadie! Así me responde el guardia nacional al que increpo directamente cuando le señalo su responsabilidad por permitir que en la cola para surtir gasolina hay quienes con una ya no viveza criolla sino vileza criolla paga para no hacerla.

En el estado Lara, el fin de año cerró bajo la angustia de sus habitantes en la búsqueda de gasolina para sus vehículos, colas interminables fueron sustituyendo las tradiciones de la época de Navidad. Tiempo para visitar familiares, compartir con ellos, buscar el papel para envolver los regalos navideños de los hijos o comprar las uvas fueron sustituidos a la fuerza por colas para la gasolina como si el fin principal ni fuese surtir el vital líquido sino que no disfrutáramos de la época. Como si ser feliz es malo.

La capacidad de asombro, eso es lo único que no ha cambiado. Que no hemos perdido; esa capacidad de seguir asombrándonos permanece allí como una novela narrada en aquella época dorada de la televisión venezolana.

Allí, cuando estamos en la intimidad de nuestro pensamiento, en ese instante diario de reflexión personal, es allí cuando nos decimos, casi nos imponemos, esa frase que tiene una respuesta automática que nos castiga, nos flagela y nos azota lo más íntimo de nuestra dignidad: ¿hasta cuándo serán capaces de hacer daño?

El 2017 cerró con los porcentajes más altos en materia de inflación y vulneración de derechos humanos en la historia reciente de Venezuela, las instituciones del Estado permanecen dominadas y bajo la tutela del gobierno nacional, que cada día demuestra que la peor combinación que puede existir es esa mezcla de inflación con violación de derechos humanos porque denota la voracidad con la que son capaces de actuar los regímenes autoritarios y los dictadores del siglo XXI.

Los testimonios que se conocen de las víctimas que de manera muy valiente se atreven a denunciar van desde familias que se acercan a un centro hospitalario para acompañar a un familiar a dar a luz y terminan denunciando la muerte de la parturienta y su hijo por fallas en la atención del cuerpo médico presente o por fallas en el sistema de limpieza del nosocomio, hasta denuncias de personas que fallecen por falta de oxígeno en cualquier ambulatorio del país.

En Venezuela la única garantía que te ofrece el gobierno es la de perder la vida. La mal llamada revolución es como dice la organización no gubernamental Provea, una fábrica de pobreza, yo le agregaría por demás efectiva y productiva.

Cada historia narrada y contada esconde una indignación y un dolor que nos separa de la bondad, porque en su gran mayoría las respuestas a esos testimonios terminan siendo el silencio de quien debe en teoría ser el garante del derecho más preciado que es el derecho a la vida.

No hay diferencia marcada en el fin y el comienzo de un año, por lo menos en Venezuela no sucede. Quién puede crear o plantearse metas cuando la única opción real en el país, el único plan del ciudadano es: sobrevivir.

No hay diferencias entre un año y otro cuando a pleno mediodía de un 31 de diciembre ves a dos pequeños niños limpiando vidrios a los vehículos en un semáforo de Cabudare, la revolución se convirtió en una fábrica de panchitos mandefuá.

Venezuela como país, como nación se convirtió en un drama. Historias que pesan y duelen siguen allí silentes en cada personaje con el que nos topamos día a día. Historias de un drama individual y colectivo. Un país que ya no se conoce y que se reinventa. Que busca espacios nuevos para poder encontrarse.

Venezuela es un país que muere y nace cada día. El reto es saldar esas deudas, conseguir orificios por donde dejar colar esperanza, alegrías, vida y paz.

Dejo a la señora Mari con su cruz y su peso en la iglesia, intenta aferrarse con lo único que no nos han podido expropiar: la fe. Mientras tanto, la cotidianidad trabaja con una crueldad que da miedo y que nos abofetea cada día. Así de manera áspera y fría. La felicidad para el dictador viene impresa en un papel llamado Bono Navideño.

En la búsqueda de nuevos caminos se intenta conseguir lo anhelado, pero allí estamos cargando la cruz del miedo a lo desconocido, nunca emigrar había sido tan difícil. Abandonar los afectos y los espacios con la incertidumbre de un retorno de fechas inciertas.

Venezuela, ese país que permanece dormido, aletargado y acostumbrado, quizás, yo no lo conozco. Habito de a ratos en él solo para ver que no existe en el calendario de la dictadura un año pasado o nuevo. Que sus miserias son la continuidad de un calendario macabro que es capaz de medirse por los testimonios de los familiares de personas como Alexandra Conopoi, joven mujer embarazada que fue asesinada por un efectivo de los cuerpos militares de la represión en una cola por un pernil, o por la imagen grotesca de quien pelea por comprar en una rebaja de precios un paquete de salchichas.

¡Esto no lo cambia nadie! Así me responde el guardia nacional y termino creyendo que es verdad. Esto no lo cambia nadie. Lo cambiamos todos y cada uno de los que habitamos de manera presencial o no este territorio. Quien se queda o quien se va debe seguir sumando, aportando y creando opciones reales para lograr un cambio general y positivo para el país que ya no conozco.


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