También estaba el juego de ser otro. La sombra de una abeja. La certidumbre de que todo está escrito nos anula, nos afantasma. Es un juego para efectuar a deshoras, cuando la persistente repetición del propio nombre, musitado en voz baja, se convierte en un martillo que bien manejado hace trizas el yo. Nos debilita y derrota. Este comienza por girar y reducirse a un punto denso, donde uno no es un hombre, sino la proyección de otro hombre, lo cual nos produce vértigo. ¡Qué humillación incomparable!

Uno se oscurece, rueda, se oculta entre los pliegues del sueño que llevamos por dentro, desde los pies a la cabeza. Cuando se sabe con precisión el escondite se aguarda un momento para crear la expectativa de la persecución o para hacerle saber que la misma se ha interrumpido totalmente. Entonces se pronuncia otra vez el nombre, más lenta, más pausadamente aún, en un tono escandalizado de profunda reconvención y sorpresa.

El yo se asoma, impelido por la necesidad de justificarse, y ese es el momento en que se le aplica el golpe. Debe ser preciso y seco para evitar mutilaciones inútiles o zonas sobrevivientes en el remordimiento y la protesta, que traba más adelante el abrazo a Venus, no a Afrodita. Después de que Safo escribió su Oda a Afrodita, la diosa griega del amor y la belleza quedó entre las doce diosas que vivían en el Olimpo con Zeus, la deidad suprema. Dicen que Afrodita es Venus romanizada, pero hay diferencias. Venus no es tan sensual como Afrodita, cuyo amor iba hasta el fin de la noche, de la carne.

Es verdad que Sandro Boticelli la vio nacer de una gran concha marina, hermosa, rompió la censura política y social del Renacimiento con el primer desnudo de cuerpo completo en más de mil años, desde el arte greco-romano cerca del siglo 45 a. C. Pero esta Venus es púdica, se cubre los senos, cual cabritillas, con un brazo y el sexo sellado con el extremo bajo de un manto, sostenido por su mano izquierda. El gran pintor se inspiró en un poema de Angelo Poliziano (1454-1494), en un himno de Homero y en La metamorfosis, del romano Ovidio (43 a. C.), pero, sobre todo, en De rerum natura, de Lucrecio. Safo llama a Afrodita “santa hija de Zeus”, y la diosa le pregunta: “¿A quién deseas que el amor te traiga?”.

En De rerum natura, escribe Lucrecio (99 a. C.-.55 a. C.): “Engendradora del romano pueblo/ placer de hombres y dioses, alma Venus:/ debajo de la bóveda del cielo,/ por do giran los astros resbalando/ haces poblado el mar, que lleva naves/ las tierras fructíferas fecundas./ Por ti todo animal es concebido/ y la lumbre del sol abre sus ojos”. Y, en otra parte, escribió, sobre el acto amatorio: “Como el sediento que en el sueño quiere beber y agotar formas de agua que no le sacian y perece abrasado por la sed en medio de un sueño: así, vemos que engaña a los amantes con simulacros (…), y cuando hay presagios de dicha y Venus está a punto de sembrar los campos de la mujer, los amantes se aprietan con ansiedad, diente amoroso contra diente; todo es vano, ya que no alcanza a perderse en el otro y a ser un mismo ser”. ¿Es la falacia el coito?

La segunda parte exige un espejo. –Yo aluciné que tenía un espejo plano en el cielorraso. No. Que había uno en mis ojos planos, su imagen era de celofán (ella ya no existe). Nadie se colocaba frente a ella, y a la luz de una vela contemplaba ese rostro etéreo, de ojos melancólicos y larga cabellera. Mirándola detrás del espejo, los rayos de luz parecían emanar de su figura, que se volvió virtual, mas mi pasión recibió el sustento de aquellos muslos que se escapaban como peces sorprendidos, que nos dejó el gran poeta de Granada. Desde los almácigos de la sangre que sale a la superficie cuando la encarnación actual rompe su agua lustral, surge entonces otro nombre, se abría paso dificultosamente entre los escombros del espejo roto, atravesaba a tientas los corredores tenebrosos, se enredaba en las espesas trenzas. Avanzaba casi de costado, como un navío bajo el temporal o como una cabeza que se hunde, pero avanzaba hasta arrastrarme por una larga y delgada fisura practicada entre los labios del secreto. Surgí débil y fatigado, después de la obstinada travesía.

Mientras tanto, la cara de una reina salvaje surgía del humo que empañaba el espejo, o sus fragmentos hirientes, ensangrentados, con pestañas en la herida. La piel blanca y estirada por la transparente porcelana de la máscara, los ojos oscuros y tormentosos bajo los párpados tirantes, la corona de ramas sobre el follaje del larguísimo pelo, y la boca hendida y brillante, que acaba de sellarse sobe la última sílaba recién pronunciada, se centraba en el movimiento ritual del sacrificio.

Un sabor salado, un sabor de rechazo brotaba desde los sepultados manantiales del recuerdo inundándome la boca, deteniéndome al borde de ese salto hacia abajo. Comenzaba otra vez a susurrarme en voz baja, hasta que la persistente repetición se convertía en un martillo que bien manejado hacía trizas mi yo, me hace otro.

A veces tengo la sensación de haber prolongado indefinidamente la sucesión del juego; otras, creo que hubo algún error, algún trueque involuntario producido por mi apresuramiento al oír unos pasos sorpresivos, un gemido raigal; pero más frecuentemente siento que ese primer yo –es decir, el último– regresó intacto alguna vez, o que hubo un descuido, una grieta que siguió permitiendo la irrupción de cualquiera, por sorpresa, cuando menos lo pienso. Me interrogan: ¿quiénes somos?

Y responde el gran Quevedo: “Polvo serán, mas polvo enamorado”. La intolerable lucidez del insomnio, teatro de sombras de abeja sobre el viento armado. El asombro del rey en el alba 1002 de Scheherezade.


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