Estos 20 años de gestión presidencial quedarán signados en nuestra historia republicana por múltiples indicadores negativos en materia económica, social y política, y en los que la inmoralidad del gobernante alcanzó niveles de sadismo y saña jamás conocidos en nuestra esencia nacional.

En tal sentido, cada venezolano recibe diariamente un parte de guerra, cuyo contenido demuestra que los hospitales son centros de exterminio; la planta física de universidades, escuelas y liceos son la imagen de la ruina nacional; la desnutrición y el hambre son característicos de la pobreza generalizada de cifras cercanas a 85% de la población; las 300.000 muertes por inseguridad ciudadana, en fin, datos de un rosario de calamidades, reflejos de un escenario dantesco, factor principal del éxodo más espantoso del continente, solo comparable a los generados por genocidios en Asia y África.

Este expediente descomunal, producto de una gestión que ha dejado en pañales la corrupción de los gobiernos del PT en Brasil, los Kirchner en Argentina, Daniel Ortega en Nicaragua y a toda la fauna del Foro de Sao Paulo, ha llevado a la comunidad internacional, llámese Unión Europea, Grupo de Lima, OEA, a caracterizar la situación venezolana como crisis humanitaria, y la urgencia de asistir a la población por sus condiciones de precariedad extrema.

Ahora bien, a todo este daño causado a la nación se añade uno peor, que afecta a los 30.000.000 que habitamos este territorio identificado como Venezuela, y es el producido por el insano ejercicio del poder, que ha determinado generar en la población un sentimiento de impotencia ante la barbarie, y la postración ante el Estado para poder sobrevivir.

Con toda intencionalidad se anula subliminalmente toda actividad humana, ante la versión de la realidad que se impone en las cadenas presidenciales, en costosas campañas publicitarias en el contexto del Big Brother de Georges Orwell, en este caso del presidente obrero.

Por tanto, de qué le sirve a un trabajador cumplir con su jornada de trabajo si su vehículo primordial, que es el salario, ha sido convertido en basura, y su vida familiar, desde la alimentación, ha sido vuelta añicos; a un académico universitario de qué le sirve investigar si el entorno social lo violenta a placer el Estado; o al empresario, revisar su inversión generadora de empleos ante el secuestro de sus bienes por medidas ejecutivas; o al político, ser aventado impunemente de un décimo piso sin castigo a los culpables. En resumen, convierten al ciudadano en un ser inocuo e inservible.

Es evidente la acción de los poderes públicos y su objetivo de mutilar a un país, para ello cuenta con los hilos del poder: el fiscal general que amenaza con apresar a quien denuncie que fue un asesinato la muerte del concejal Fernando Albán; el presidente, que anuncia que el país se recupera aunque esté en la quiebra; la ilegal asamblea constituyente que aprueba el presupuesto nacional 2019 fulminando la AN, entre otras tropelías; el CNE que convoca elecciones municipales ilegales, y el TSJ que avala con sus sentencias la orgía del poder que nos somete.

Esa pretensión de convertir al ciudadano en un microorganismo, incapaz de actuar colectivamente, es el plan del totalitarismo que azota a nuestra nación, y le corresponde al país civil y democrático asumir el momento, reconocer sus diferencias, reorganizarse en forma coherente, ya que el régimen dictatorial no va a cambiar, ya que su naturaleza estalinista y sus vínculos internacionales le imponen entregar nuestra nación a cambio de mantenerse en el poder a toda costa, así sea necesario con la paz de los cementerios.


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