Nada debe ser más aterrador para el entorno de la mal llamada revolución que lo que ha ocurrido con Luiz Inácio Lula Da Silva.

La mítica cárcel de Curitiba tuvo que ser acondicionada para recibir, esta vez sin bombos ni platillos y por los próximos 12 años, a quien fuera uno de los más queridos presidentes de Brasil –alcanzó 80% de apego al fin de su mandato– y ciertamente uno de los más populares jefes de Estado en el espectro mundial del momento. En el año 2010, este líder proveniente de las filas sindicales brasileñas fue incluido en la lista del Time 2010 como uno de los 100 hombres más influyentes del planeta. El intelectual, historiador y ensayista político británico Perry Anderson no había vacilado en considerarlo “el político más influyente de su tiempo” cuando entregó la banda presidencial al fin de sus dos períodos.

El juez Sergio Moro lo encontró culpable de corrupción en un caso asociado al escándalo en Petrobras, la empresa petrolera estatal de su país. Nadie podía imaginar que el caso de Lava Jato, un expediente menor sobre una red de cambio ilegal, se pudiera transformar en una de las más destacadas investigaciones anticorrupción no de Brasil sino de toda América Latina y Estados Unidos.

Así fue como quien fuera el fundador del Partido de los Trabajadores en su tierra y el hombre que aspiraba a desempeñar un papel de primera línea al frente de la coalición de naciones emergentes, fue el objeto de un certero golpe judicial contra la corrupción. Las investigaciones destaparon un monumental entramado de corrupción que partiendo de las actividades de la petrolera, alcanzaba a todo el sistema político de Brasil.

Los detalles de este caso son dicientes, son muy dicientes para Venezuela. Pero lo nuestro es aún más lapidario por las características plurales que le imprime esta delincuencial revolución. Llevamos el cáncer de la corrupción en las entrañas y ello toca al conjunto de la administración estatal. No es solo la tentacularidad de Pdvsa la que ha envenenado a responsables y allegados del negocio petrolero. El narcotráfico ha horadado la moralidad de los jerarcas militares y ha servido para comprar a otros, a aquellos sin acceso a la fuente de riqueza primigenia del país. Nos hemos convertido en la nación en la que las comisiones, coimas y negociados en todo lo que toca a las operaciones de compras y contrataciones públicas son los más groseros del planeta. Y ello incluyendo hasta los sobreprecios en importaciones de alimentos para mantener arrodillados a los hambreados electores venezolanos.

Las naciones del mundo no solo están atentas al colosal tráfico de dineros mal habidos que circula desde Venezuela y por los venezolanos por las redes internacionales. Ya se han impuesto sanciones a personas y empresas por el lavado de capitales y se ha estructurado un sistema de vigilancia que pondrá de bulto cuanto se ha extraído del país irregularmente y a quienes son los responsables del asalto.

Hoy no es posible escaparse de la justicia. Esta tarda pero llega.

El nuevo inquilino de Curitiba representa la mejor de las pruebas.


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