La conducta observada en América por el conquistador y poblador español del siglo XVI fue producto de sus hábitos y costumbres tradicionales, tanto como de su personal comprensión del mandato recibido primeramente de los reyes católicos y, posteriormente, de los monarcas de las Casas de Austria y de Borbón que les sucederán cada uno a su tiempo.

Hubo excesos de violencia que nadie ha podido ignorar, pero también aportes positivos y de hondo significado para las regiones descubiertas y ocupadas inicialmente en nombre de la Corona de Castilla. Los defensores de los aborígenes americanos –las órdenes religiosas, principalmente– se erigieron en críticos severos de sus mismos coterráneos, dando aliento a una llamada Leyenda Negra antiespañola, impulsada en sus inicios por autores ingleses y holandeses afanados en desprestigiar al imperio español. En sentido contrario se desplegó una nombrada Leyenda Dorada de la Conquista, no menos sesgada ni por tanto exenta de necesarias acotaciones.

Más allá de aquella confrontación de ideas, de tantos cuestionamientos y defensas debidamente fundamentadas, ha quedado demostrado que la Conquista no fue solo hazaña política y militar, fue igualmente uno de los mayores intentos de afianzar el predominio de la ética cristiana en las relaciones entre los hombres, siempre prescindiendo de consideraciones de razas u orígenes diversos. De allí emerge la fogosa y sostenida defensa de los derechos de los aborígenes americanos –los primeros cedularios, después las Leyes de Indias–, sustentada en las presunciones básicas según las cuales todos los hombres son iguales ante Dios, del mismo modo que un cristiano esencial se hace responsable del bienestar de sus semejantes. Dirá entonces el padre De las Casas –al referirse al móvil predilecto de la Conquista– que la manera de enseñar, de encauzar o de atraer al seno de la fe y de la religión cristiana a quienes no pertenecen a ella, ha de ser la persuasión que estimula el entendimiento, aquella que exhorta o atrae suavemente la voluntad. Un clamor compartido por soldados, eclesiásticos y por la misma Corona de España, que auspiciaba la formación de leyes justas sobre las cuales debían acometerse los propósitos de la Conquista.

El tema es amplísimo, imposible de ser tratado en una breve contribución periodística. En esta ocasión apenas mencionaremos a los Mexica, la nación mesoamericana dominada por Hernán Cortés con el apoyo de sus propios vasallos, naciones indígenas enteramente subyugadas al poder de Tenochtitlan, cuando llegaron los españoles. Un poder que además de exigir elevados tributos, ocasionaba enojosos maltratos a sus semejantes. Fue dentro de esa coyuntura política, presumiblemente comprendida por Cortés –la división interna y rivalidades de aquellos pobladores amerindios–, que tuvo lugar la Conquista de México y la posterior creación del Virreinato de la Nueva España, uno de los principales bastiones de la Conquista de América.

Negar la crueldad de aquella confrontación, el casi exterminio de una población aborigen, de sus creencias y dioses ancestrales, de la ciudad misma que fue prácticamente reducida a escombros, sería desconocer la historia documentada. Pero valerse tardíamente de esa historia triste, para expresar el supuesto deseo del México de nuestros días, de obtener de España las “disculpas o resarcimientos políticos que convengan” a la hora actual, nos parece una demasía, un encargo de poca o ninguna utilidad práctica, que nada solventa en perspectiva histórica. Quizás se trate de una expresión de aquellas peculiaridades hispanoamericanas referidas por Américo Castro, que hacen bastante raras a nuestras gentes: son espontáneamente de una manera –nos dice– y necesitan vivir de otra, de donde proviene el estar en contradicción consigo mismos, también sus sentimientos a la vez de superioridad y de inferioridad.

Nueva España no se parece ni al México precolombino ni al actual, ha dicho Octavio Paz con acierto. Tampoco a España, aunque haya sido un territorio sometido a la corona española. Los conquistadores de Tenochtitlan desalojan a los nativos, a quienes a veces llevan al exterminio; pero no se constituyen en unidad independiente, antes bien conservan lazos políticos y religiosos con el Estado español central. La independencia se decidirá y acometerá tres siglos después, tan pronto los descendientes blancos de los primeros colonos, se sienten distintos a sus parientes de la metrópoli. La Nueva España no era precisamente para algunos una colonia, más bien era un reino con derechos y deberes semejantes a los restantes que constituían el imperio español. Algo que también podríamos decir para las provincias.

Cerremos pues con una nueva cita del pensamiento de Octavio Paz: La Virgen de Guadalupe literalmente enamora a los novohispanos. Es el punto de unión de criollos, indios y mestizos y ha sido la respuesta a la triple orfandad: la de los indios, porque Guadalupe/Tonantzin es la transfiguración de las antiguas divinidades femeninas; la de los criollos porque la aparición de la Virgen convirtió a la tierra de la Nueva España en una madre más real que la de España; la de los mestizos porque la virgen fue y es la reconciliación con su origen y el fin de su ilegitimidad. Ese culto a la Virgen, tan hermoso y esperanzador, aunque la advocación guadalupana sea netamente mexicana, viene sin duda de las enseñanzas de España, de la labor evangelizadora de las misiones.

Para las naciones hispanoamericanas–naturalmente, con sus particularidades regionales, que son significativas– tiene mayor sentido ocuparse de los valores que las identifican como comunidad de naciones vinculadas a España por una misma historia y por una misma lengua, que reiterara animosidades fraguadas en tiempos remotos. Los responsables y protagonistas de aquellos hechos históricos que siguen siendo controversiales no están presentes para explicar sus motivaciones ni para rendir excusas sobre sus actos, siempre que hubiere lugar a ellas, como ahora y sorpresivamente sugiere el presidente de México. Nuestra comunidad cultural y lingüística debe ocupar su tiempo en mejores causas, entre ellas la defensa de la democracia, tanto en América como en Europa –la Venezuela decente, los países del llamado Grupo de Lima y España, el mejor ejemplo de actualidad en el afán común de salvaguardia de los derechos humanos y de la Constitución–. Algo que por lo visto no comprenden o no comparten algunos líderes políticos de nuestro tiempo.


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