En el pasado, entiéndase antes de la gran debacle, siempre aprecié en nosotros una suerte de ambivalencia sobre nuestra venezolanidad. En muchas ocasiones, me encontré con quienes afirmaban el típico “Venezuela es el mejor país del mundo”; en otras, vi a aquellos que afirmaban que éramos una sociedad de irredimibles; y, por último; pude presenciar a esos antisociales que se vanagloriaban de los antivalores que corroyeron a la nación. La disparidad en estas imágenes tan polarizadamente opuestas una de la otra demuestra que hemos vivido en un mundo de fantasía, pues nuestro frágil sentido de identidad se basa en exageraciones.

Es curioso que un mismo pueblo pueda percibirse simultáneamente bajo los dos extremos de la moral: la virtud y el vicio. Por una parte, nos vemos como un pueblo amigable, perseverante ante la adversidad, servicial con los desconocidos y demócrata hasta los tuétanos, pero, por otra, nos vemos como un pueblo egoísta, ladrón, sinvergüenza e inexorablemente proclive al autoritarismo. Ha sido bajo la dinámica de estos polos opuestos que nuestra crisis existencial, vigente hasta la actualidad, ha hecho fiesta.

¿Somos buenos o malos? ¿Somos héroes o villanos? ¿Somos merecedores de la salvación o de la perdición? Estas son las clases de preguntas que inundan nuestras mentes en los momentos más álgidos de la crisis. Sin embargo, todas estas son inútiles por cuanto no se basan en la realidad de lo que somos, sino en caricaturas arquetípicas de nosotros mismos. La realidad es que tratar de abarcar la totalidad de lo que nos caracteriza en un polo u otro es una encomienda fútil, un exabrupto que nos lleva hacia la nada, porque la vida como tal no es blanca o negra, sino gris, y su complejidad debe instarnos a aceptar que dos cosas, incluso siendo diametralmente opuestas, pueden ser ciertas a la vez.

Cuando hablo de que hemos vivido en una fantasía, me refiero a que hemos permitido que nuestra visión se nuble por ilusiones o prejuicios. En tal sentido, es claro para mí que hay que deshacernos del uno o del otro, pues estos son correlativos. Si nos la vivimos pensando que somos lo mejor de lo mejor, pero luego la realidad nos cae encima, la reacción que tendremos, una vez colapsado el miraje, es el prejuicio de que no valemos nada.

En una conjetura como la que enfrenta Venezuela en la actualidad, donde la idea del mejor país del mundo murió y solo quedó la viva imagen del horror hamponil, considero que debemos erigir una autoestima nacional sobre la base de la verdad y no de la complacencia. El inicio de esto consiste en admitirlo todo, tanto lo bueno como lo malo, los logros, los fracasos, el cómo se llegó a las grandes victorias y el cómo se decayó hacia las peores derrotas. Este trabajo nos toca por cuanto en nosotros están vivos los antecedentes patrios en todas sus manifestaciones, lo admirable y lo vergonzoso.

Sobre la referida plataforma es que se puede dar lugar a una agenda auténticamente edificante para la nación venezolana. Una que, por un lado, consagre las virtudes que hemos demostrado y, por otro, reconozca a cada uno de los vicios a palear y contener. Con una visión así sabríamos, de forma activa y consciente, que debemos exaltar los genes libertarios y honestos y rechazar los genes autoritarios y rapaces.

La hora se está acercando en que el péndulo realizará otro movimiento, tal cual como anteriormente lo hizo hacia el retorno del caudillismo criminal en Venezuela, y enarbolará en esta ocasión las banderas del venezolanismo civilizatorio, democrático e innovador. Pero debemos estar alertas sobre el advenimiento de esta nueva era. No podemos proseguir hacia el futuro cometiendo los mismos errores e ignorando los mismos problemas, ya que está en nosotros generar las realidades que sustenten una autoestima bien merecida.

Está en nuestras manos sostener de nuestro lado y por tiempo indefinido el péndulo venidero, pues, de lo contrario, terminaremos como los fundadores de la democracia contemporánea o como el Libertador Simón Bolívar: meditabundos y decepcionados, suspirando sobre cómo aramos en el mar y sembramos en el viento.


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