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Dios está en los detalles”. Mies van der Rohe

Existen espíritus que por su intrínseca naturaleza llevan el punto y aparte en el alma; esto nos dice ese alucinado rumano que renegó de su patria y de su lengua llamado Emile Michelle Cioran, a propósito de quienes están poseídos por el temperamento de la concisión y el laconismo en la escritura. Del mismo modo, existen espíritus inclinados a la sistematicidad racionalizadora, al Sistema como totalidad de la idea, al sistema como Absoluto. Son los temperamentos volitivamente inclinados a la frondosidad argumental, al ladrillo de las justificaciones teóricas.

Desde Lao Tsè a Schopenhauer, mejor dicho, desde Heráclito a José Antonio Ramos Sucre, la escritura aforística y la grafía apotegmática han puesto su mayor esfuerzo intelectual en apuntar y esbozar con mayor o menor calado estético una especie de ratio epigramática que pone el acento en la insinuación o la sugerencia como rasgos distintivos del estilo aforístico.

El aforismo es por antonomasia parco en el decir. Lo más distante de un aforista es un escritor verborreico y logomáquico. El aforismo se solaza en la  crudeza de la austeridad y despliega su poder de seducción escritural en la belleza de lo expresivo alejándose del atontamiento expresivista. Lo escueto es su fuerte. Desde antiguo los proverbios y las máximas sentenciosas apuestan por la economía del lenguaje y se colocan al servicio del aforismo. Hegel fue la máxima expresión del pensador sistemático; Nietzsche, en cambio, personificó la voluntad de escritura cortante, incisiva. La escritura nietzscheana semeja pequeñas cápsulas de cianuro y por lo visto es la escritura más desengañada que el siglo XIX aportó a la humanidad sufriente y doliente.

El aforismo es concisión, en tanto que el sistema es lluvia torrencial; la escritura aforística es, su contrapartida dialéctica, “granizada”, dicho en términos ramosucreano (léase José Antonio Ramos Sucre).

Mientras la verdad sistemática instituye un cuerpo de conceptos, nociones y categorías aparentemente irrecusables que brillan enceguecedoramente en el firmamento del pensamiento científico-filosòfico, la verdad aforística y relativista cuestiona e impugna el logos absolutizante y coloca en el cielo del saber estrellas discretas pero poderosas que iluminan sin encandilar los ojos del conocimiento y los saberes humanos. “Es en el poema donde la palabra es Dios” sentenció el admirado y denostado Cioran. Colóquese aforismo donde dice poema y obtendremos la sentencia que podría servir de alfa y omega del perfecto aforista.

El propio Nietzsche se lamentaba de la incomprensión por parte de sus contemporáneos del estilo aforístico de sus obras y decía: “Pasará aún mucho tiempo antes de que mis escritos sean legibles y comprendidos”.

Es asaz sabido que la escritura aforística de Federico Nietzsche destila el más puro néctar de la reflexión sobre los más candentes problemas humanos y divinos. El aforismo únicamente demuestra el resultado de la reflexión y la tarea del pensamiento, no su recorrido.

Otra vez Nietzsche: “Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena”. ¿Qué sentido tendría, sino, emborronar cien cuartillas de herméticas y abstrusas reflexiones ilegibles por incomprensibles si lo que se querría decir en ellas pudiera decirse pronto en tan solo unas dos o tres líneas? Es evidente que el aforismo suscita novísimas formas de comprensión y, por supuesto, nuevas maneras de entendimiento. El sistema es, para decirlo con una metáfora ígnea, el incendio magnánimo; el aforismo es, en cambio, la fugaz chispa que, eventualmente, podría incinerar las cómodas certezas del pensamiento elefantiásico. En la escritura aforística puede verse el vuelo raudo de la saeta que estimula la perplejidad del intelecto. Un buen aforismo siempre nos hace dudar para beneplácito de nuestro espíritu.

Solo se puede llevar hasta sus últimas consecuencias la fecundidad subjetiva del aforismo si aceptamos sus incongruencias e incluso sus incoherencias como elementos constitutivos del mismo. El aforismo es la ciencia menos el deber de su demostración empírica.


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